Así como las plantas necesitan sus raíces para crecer, madurar y dar fruto, a los hombres y mujeres nos sucede algo parecido. Nuestras raíces no se miran, pero nos son tan indispensables como a las plantas para poder crecer adecuadamente y ser hombres prósperos y útiles a la sociedad. Si nuestras raíces no se abonan y se riegan a tiempo, no pueden arraigarse debidamente y no podemos llegar a ser esos colosos para los cuales nacimos.
Una de mis prioridades ha sido inculcarles a mis hijos y a mis nietos la importancia de la familia, por ser el nido, la cuna, la escuela doméstica donde se forman los valores y se aprenden las tradiciones. Todo lo que es importante en nuestra existencia se comienza a formar en el seno de la familia. Además, uno se siente vinculado, atraído, amado e identificado con la familia. Somos sentimentalmente parte de nuestra historia, de nuestros padres y abuelos, de nuestro origen, de nuestra raza, de nuestra religión. Somos parte de esta historia y ayudamos a construirla y engrandecerla, cuando nuestros sentimientos no están desvinculados y dirigidos hacia otro derrotero no correcto.
Asimismo, la comunidad cristiana es tan importante que es casi imposible crecer sin ella espiritualmente, madurar en nuestro cristianismo diario y, sobre todo, tener el calor necesario que nos da sabiduría, fortaleza y ejemplo.
Pero tanto en la familia como en la comunidad cristiana hemos de ayudar a construir sus futuros. Cada uno de nosotros con nuestro ejemplo, con nuestra calidad de vida, de servicio y de conversión debe transformar esta sociedad, cada vez más complicada y desorientada.