Sobre todo en esos últimos días hacemos recuento de todas aquellas cosas que antes de este parón obligatorio nos parecían tan ordinarias, tan parte de la rutina, que apenas y las valorábamos y que ahora echamos de menos.
Mi esposa y yo, para el caso, extrañamos muchísimo nuestras salidas de fin de semana a esos pueblos encantadores que rodean Tegucigalpa: Ojojona, Santa Lucía y Valle de Ángeles… Y no es para menos. Nos darán la razón aquellos que han contemplado una puesta de sol desde el mirador que está frente a la iglesia de Santa Lucía o se han sentado a tomar café en uno de los tantos lugares que hay para eso en Ojojona y Valle de Ángeles, o ha estado, junto con la familia, alrededor de un anafre de frijoles, quesillo u chorizo, acompañado de alguna bebida espirituosa. O, sin salir de Tegucigalpa, ir, al final de la tarde, a uno de los tantos cafés que hay ahora en la ciudad, para estar juntos un rato y hacer recuento de las peripecias diarias, mientras nutrimos nuestra relación conyugal.
También, no voy a negarlo, aunque no me considero un consumista típico, echo de menos poder caminar en los centros comerciales. La mamá de una buena amiga decía que los “malls” son el equivalente a los parques de antes: caminamos, tomamos o comemos algo, socializamos y nos distraemos un poco. Me gusta ir y venir, subir y bajar, vitrinear un poco y, si hace falta, comprar algo que necesito.
Y, por supuesto, no me canso de repetirlo: echo muchísimo de menos a mis amigos. Lo digo una vez más: no tengo vocación de eremita, no me gusta el aislamiento, nací para estar en medio del bullicio de la gente y disfruto mucho hablar, y no por videollamada, con aquellas personas con las que tenemos ideas o preocupaciones en común o con las que me siento unido por un afecto diáfano y sincero.
Hay más cosas que echo de menos, pero por hoy es suficiente.