Se ha repetido tanto esta información que, aunque seguramente no es esa la intención de los que la difunden, me ha quedado la sensación de que se habla de los mayores como de hombres o mujeres que ya han concluido su vida útil y que, aunque luego se les eche en falta, el coronavirus solo está adelantando un proceso que estaba, inexorablemente, por realizarse; es decir, sin eufemismos, que el virus parece que solo mata a aquellos que, igual, ya estaban por morir.
Y, la verdad, es que la vida humana es un tesoro, un bien maravilloso e imponente. No importa cuántos años se tengan, no importa el estado físico o mental, no importa el nivel educativo o la cantidad de bienes materiales que se posean, la dignidad de la persona, su carácter sagrado, supera cualquier consideración sanitaria o demográfica. Desde el momento de la concepción hasta el de la muerte, los seres humanos somos valiosos por el mero hecho de ser personas.
Como dijera Serrat, en su canción “Un servidor”, hoy “a los viejos se les aparta después de habernos servido bien”. En muchos países se les abandona elegantemente en una residencia para mayores, ya que allí están bien cuidados, mientras los hijos y nietos pueden continuar con su vida sin que representen ningún estorbo. Se olvida que cada nueva generación ha llegado hasta donde ha llegado gracias al trabajo esforzado de los que los precedieron y que no son producto de una especie de generación espontánea, que no han surgido de la nada.
La sabiduría, la experiencia, la profundidad de miras, propias de la vejez, no son nada despreciables. Como decía mi suegra: todos vamos para allá, allí nos encontramos todos, ya que la caducidad de la vida humana o las limitaciones de la senectud no la convierten en artículo desechable ni en objeto sin valor.