26/04/2024
10:49 AM

Con sentido de urgencia

Roger Martínez

En las últimas semanas, mi esposa y yo hemos debido asistir a distintos velatorios y funerales, tantos que mi hijo menor le ha preguntado a ella que por qué se estaba muriendo tanta gente. La respuesta, por demás lógica, fue que la muerte es la conclusión natural de toda vida humana y que a todos nos tocará tarde o temprano. De todas formas, preguntas como esa no dejan de inquietar, ya que los fallecidos a cuyos velorios, sepelios, misas corpore insepulto o de novenario hemos asistido cubren un amplísimo abanico de edades que van desde la adolescencia superior hasta la vejez, pasando por gente madura que estaba en plena etapa productiva y, en principio, gozaba de excelente condición física. Así, el hijo deportista de unos conocidos ha muerto, con apenas veinte años, luego de correr una maratón; la hija de una pariente cercana, veinticinco años, falleció después de diez días de haberle sido diagnosticada una leucemia aguda, y un buen amigo, con sesenta cumplidos, hombre ejemplar, trabajador y amante de su familia, hizo su tránsito la semana pasada a causa de un infarto fulminante.

Por bien que uno se sienta y por muchos planes que tenga hacia el futuro, sucesos como los enumerados no pueden dejarnos indiferentes. La caducidad de la vida humana es como un muro inevitable contra el que chocaremos solo Dios sabe cuándo. Por supuesto, no se trata de ponernos nerviosos ni mucho menos tristes o desesperanzados, se trata de entender que ante eventos impredecibles hay que tomar las precauciones mínimas y actuar con responsabilidad y sabiduría.

Ante la realidad de la muerte, pienso que hace falta tener sentido de urgencia cara al bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar y combatir. Ya hay más gente de la que debería que se encarga de sembrar cizaña, despertar sospechas y maldecir a todo el que piensa diferente; sobran los pesimistas, los profetas de la desgracia y los que no quieren quitarse los lentes oscuros con los que tiñen de negro cuando se les pone enfrente.

Falta más gente que sepa sonreír, personas que sin caer en la ingenuidad vean el porvenir con optimismo, hombres y mujeres que se empeñen en dejar un huella luminosa entre sus familiares, sus colegas y sus amigos. Para eso hay que proponerse vivir aquello que Aristóteles llamaba “la vida buena”, que no es más que una existencia virtuosa que tenga como meta la integridad.

Ojalá cada mañana nos hagamos el propósito de contagiar alegría, de buscarle el lado amable a las cosas, de trasmitir serenidad, confianza y optimismo. Que se puede, se puede.