Por bien que uno se sienta y por muchos planes que tenga hacia el futuro, sucesos como los enumerados no pueden dejarnos indiferentes. La caducidad de la vida humana es como un muro inevitable contra el que chocaremos solo Dios sabe cuándo. Por supuesto, no se trata de ponernos nerviosos ni mucho menos tristes o desesperanzados, se trata de entender que ante eventos impredecibles hay que tomar las precauciones mínimas y actuar con responsabilidad y sabiduría.
Ante la realidad de la muerte, pienso que hace falta tener sentido de urgencia cara al bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar y combatir. Ya hay más gente de la que debería que se encarga de sembrar cizaña, despertar sospechas y maldecir a todo el que piensa diferente; sobran los pesimistas, los profetas de la desgracia y los que no quieren quitarse los lentes oscuros con los que tiñen de negro cuando se les pone enfrente.
Falta más gente que sepa sonreír, personas que sin caer en la ingenuidad vean el porvenir con optimismo, hombres y mujeres que se empeñen en dejar un huella luminosa entre sus familiares, sus colegas y sus amigos. Para eso hay que proponerse vivir aquello que Aristóteles llamaba “la vida buena”, que no es más que una existencia virtuosa que tenga como meta la integridad.
Ojalá cada mañana nos hagamos el propósito de contagiar alegría, de buscarle el lado amable a las cosas, de trasmitir serenidad, confianza y optimismo. Que se puede, se puede.