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Fronteras de la libertad de expresión

  • 15 abril 2019 /

Hay que reconocer que vivimos en una época en la que la noticia sensacionalista y el escándalo son ingredientes necesarios para que los medios consigan la atención del público.

Noé Vega

La libertad de expresión nunca ha sido un derecho pleno en nuestro país, ni para los periodistas ni para la ciudadanía; sin embargo, la frontera entre la libertad de expresión y la comisión del delito de difamación siempre ha sido muy tenue. Esta debilidad de fronteras se ha visto siempre fortalecida por la penalización de los delitos contra el honor en el Código Penal.

Hay que reconocer que vivimos en una época en la que la noticia sensacionalista y el escándalo son ingredientes necesarios para que los medios consigan la atención del público y esto lleva en muchas ocasiones a los medios a hurgar de manera indiscreta en la vida privada de las personas o hacer juicios que realmente sobrepasan esa frontera entre la libertad y el respeto a la intimidad. Con el riesgo que representa la penalización de los delitos contra el honor y la falta de una auténtica cultura de libertad de expresión el trabajo periodístico se vuelve riesgoso, incómodo e inseguro, pues los ataques a la libertad de expresión pueden surgir de varios senderos.

Y en el fondo sabemos que lo que estos riesgos legales y fácticos terminan construyendo es la autocensura o la censura interna de los medios que no quieren verse inmersos en batallas legales o tratan de no incomodar al poder con sus investigaciones o sus noticias. Y aquí es cuando muchas veces los periodistas optan por jugarse el riesgo de ser acusados de difamación ante el crimen que representa la censura, ya que ese derecho sacrosanto a la libertad de expresión en muchas ocasiones se tiene que defender con el riesgo de la propia vida.

Se prefiere correr el riesgo de ser acusado de difamación que ceder ante la censura o la autocensura; pero son esos riesgos legales que el sistema puede quitar o minimizar llevando los delitos contra el honor a una figura indemnizatoria en vez de una penalización equivalente a cualquier delito de poca monta. Claro está, por supuesto, también los periodistas tienen el deber de crear un código propio de ética periodística que les ponga freno en aquellas situaciones donde dominan las emociones y no el buen juicio, el criterio equilibrado y la corroboración de la información.

Si desde Estados Unidos hoy vemos cómo se acorrala a la prensa y se le señala de ser la autora de la mala imagen gubernamental, no podemos esperar menos acá donde la ley del más fuerte se impone. El daño que se produce a la reputación y al crédito de que goza una persona en la sociedad cuando es difamada es difícil de cuantificar; pero debe servir de medición para crear esas fronteras entre libertad de expresión y difamación pública.