Hace unos días participé en el foro convocado por la Pastoral Penitenciaria, de la Iglesia Católica, la organización IDLO y la Cámara de Comercio e Industrias de Cortés, CCIC, sobre los privados de libertad, su rehabilitación y reinserción.
El evento coincidió con la sobre exposición mediática de la prisión de máxima seguridad “El Pozo”, quizás como un intento disuasivo para la actividad criminal, que volvió a colocar en el interés nacional las condiciones del sistema penitenciario: hacinamiento e insalubridad, verdaderas escuelas del crimen.
Es fácil justificar esta situación, después de todo se trata de castigar. Pero la mora judicial existente en el país, la impunidad, la falta de agilidad y equidad en la aplicación de la justicia, nos hacen dudar. ¿Cuántos privados de libertad, sin sentencia?, ¿Cuántos cometieron delitos comunes y conviven en hacinamiento con aquellos de alta peligrosidad?
Conservé del encuentro cuatro obligaciones que tenemos y que, palabras más o menos, enumeró el Obispo de San Pedro Sula, Monseñor Ángel Garachana: capacitación, acompañamiento psico-espiritual, crear en la sociedad una manera distinta de ver a los privados de libertad y el fortalecimiento de una estructura de transición, para que pueda existir una verdadera reinserción.
La Pastoral Penitenciaria desarrolla una valiosa labor en San Pedro Sula. Las Iglesias han asumido un papel que corresponde principalmente al Estado. El trabajo en rehabilitación y reinserción, en los casos en los que es posible, es necesario para disminuir la reincidencia, cuando llega el momento de recuperar la libertad.
La separación de la población penitenciaria de acuerdo con su peligrosidad, así como la adecuación de espacios, es tan necesaria como la rehabilitación. El Instituto Nacional Penitenciario tiene ahora la oportunidad de lograr un enfoque integral, y que su trabajo no se pierda en un pozo sin fin.
*Periodista y máster en estudios diplomáticos