Cómo consumir cultura nos hace mejores personas

Desde la década del 2000, cada vez menos personas dicen visitar museos y galerías de arte.

Foto: Emilio Parra Doiztua para The New York Times

El arte cambia cómo otros ven el mundo. El “Guernica” de Picasso, con su retrato del dolor de una madre entre una batalla violenta, hace más difícil romantizar la guerra.

mar 6 de febrero de 2024

Por: David Brooks/The New York Times

Recientemente, mientras echaba un vistazo por la tienda del Museo de Arte Moderno de Nueva York, me topé con un morral con la inscripción: “Ya no eres el mismo después de experimentar arte”. Es un sentimiento bonito, pensé, pero ¿es cierto? O para ser más específico: ¿Acaso consumir arte, música, literatura y el resto de lo que llamamos cultura te convierte en una mejor persona?

Hace siglos, Aristóteles pensaba que sí, pero hoy mucha gente parece dudarlo. Desde principios de la década del 2000, cada vez menos personas dicen visitar museos y galerías de arte, ir a ver obras de teatro o asistir a conciertos de música clásica, ópera o ballet. Los estudiantes universitarios están huyendo de las humanidades a favor de las ciencias computacionales, aparentemente habiendo decidido que una ventaja profesional es más importante que el estado de sus almas.

Y, sin embargo, no estoy convencido. Confieso que todavía me aferro a la vieja fe de que la cultura es mucho más importante que alguna formación preprofesional en algoritmos y sistemas de software. Estoy convencido de que consumir cultura brinda a tu mente conocimiento y sabiduría emocional; te ayuda a tener una visión más rica de tus propias experiencias; te ayuda a comprender las profundidades de lo que sucede en las personas que te rodean.

Yo diría que nos hemos vuelto tan tristes, solitarios, enojados y malos como sociedad en parte porque a muchas personas no se les ha enseñado o no se molestan en entrar con simpatía en las mentes de sus semejantes. Estamos excesivamente politizados y al mismo tiempo cada vez más desmoralizados, poco espiritualizados y poco cultos. La alternativa es redescubrir el código humanista. Se basa en la idea de que, a menos que te sumerjas en las humanidades, es posible que nunca confrontes la pregunta más importante: ¿Cómo debo vivir mi vida?

El ensayista y filósofo Ralph Waldo Emerson argumentó que consumimos cultura para ampliar nuestro corazón y nuestra mente. Comenzamos con el diminuto círculo de nuestra propia experiencia, pero gradualmente adquirimos formas más amplias de ver el mundo. La mente humanista se expande hacia círculos de conciencia cada vez más amplios.

$!El respeto de Rembrandt por sus modelos está evidente en obras como “El Regreso del Hijo Pródigo”.

Yo fui a la universidad en una época en la que mucha gente creía que los grandes libros, poemas, pinturas y piezas musicales contenían las llaves del reino. Si los estudiabas a profundidad, mejorarían tu gusto, tus juicios y tu conducta.

Nuestros profesores en la Universidad de Chicago habían agudizado sus mentes y renovado sus corazones aprendiendo de los libros y argumentando contra ellos. Nos recibieron en una gran conversación, tradiciones de disputa que se remontaban a Esquilo, Shakespeare, George Bernard Shaw y Clifford Odets. Presentaban visiones de excelencia, personas que habían visto más lejos y más profundamente, como Agustín, Sylvia Plath y Richard Wright.

Nos presentaron las ecologías morales que se han construido a lo largo de los siglos y que se han convertido en conjuntos de valores según los cuales podemos elegir vivir: estoicismo, budismo, romanticismo, racionalismo, marxismo, liberalismo, feminismo.

Todos podríamos mejorar al familiarizarnos con la filosofía, la literatura, la historia y el arte más destacado. Y este viaje hacia la sabiduría era una cuestión de toda la vida. Las ciencias duras nos ayudan a comprender el mundo natural. Las ciencias sociales nos ayudan a medir patrones de comportamiento entre poblaciones. Pero las artes liberales nos ayudan a adentrarnos en la experiencia subjetiva de personas concretas: cómo se sentía ese individuo; cómo éste añoró y sufrió. Tenemos la oportunidad de movernos con ellos, experimentar el mundo, un poco, como ellos lo experimentan.

Literatura asociada a la empatía

Sabemos por estudios de los psicólogos Raymond Mar y Keith Oatley que leer literatura está asociado con una mayor capacidad de empatía. Leer profundamente, sumergirse en novelas con personajes complejos, meterse en historias que exploran la complejidad de las motivaciones de este personaje o las heridas de ese otro personaje, es un entrenamiento para comprender la variedad humana. Nos empodera para ver a las personas en nuestras vidas con mayor precisión y generosidad, para comprender mejor sus intenciones, temores y necesidades, el reino oculto de sus impulsos inconscientes. El resultado es conocimiento emocional.

El novelista Frederick Buechner observó que no todos los rostros que pintó Rembrandt eran notables. Pero incluso el rostro más sencillo “es visto de manera tan notable que te obliga a verlo de manera notable”. Nos impulsa a no dar por sentado a los demás, sino respetar la profundidad de cada alma humana.

Las experiencias con grandes obras de arte nos profundizan de maneras que son difíciles de describir. Haber visitado la Catedral de Chartres o haber terminado “Los Hermanos Karamazov” de Fyodor Dostoievski no tiene que ver con adquirir nuevos datos, sino de sentirse de alguna manera elevado, agrandado, alterado. En la novela “Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge”, de Rainer Maria Rilke, el protagonista se da cuenta de que a medida que envejece es capaz de percibir la vida a un nivel más profundo: “Estoy aprendiendo a ver. No sé por qué, pero todo penetra más profundamente en mí y no se detiene en el lugar donde hasta ahora siempre terminaba”.

La percepción es un acto creativo. Tomas lo que has experimentado durante tu vida, los modelos que has almacenado en tu cabeza, y los aplicas para ayudarte a interpretar todos los datos ambiguos que captan tus sentidos, para ayudarte a discernir lo que realmente importa.

Los artistas están construyendo una representación compleja y coherente del mundo. El universo es un lugar silencioso e incoloro. Es sólo ondas y partículas. Pero al usar nuestra imaginación, construimos colores y sonidos, gustos e historias, alegría y tristeza. Pinturas, poemas, novelas y música ayudan a multiplicar y perfeccionar los modelos que utilizamos para percibir y construir la realidad. Al prestar atención a los grandes perceptores, los Louis Armstrong, los Jorge Luis Borges y los Jane Austen, podemos comprender más sutilmente lo que sucede a nuestro alrededor y expresar mejor lo que vemos y sentimos.

Cuando vas al Museo Reina Sofía de Madrid no sólo ves el “Guernica” de Picasso; eternamente verás la guerra a través del lente de esa pintura. Sientes el llanto de la madre, el rugido del caballo, el caótico revoltijo de muerte y agonía, y resulta menos posible romantizar la guerra. No sólo vemos pinturas; vemos de acuerdo a ellas.

El filósofo Roger Scruton argumentó que este tipo de educación nos da la capacidad de experimentar emociones que tal vez nunca nos sucedan directamente. Escribió: “El espectador de ‘La Ronda de Noche’ de Rembrandt aprende sobre el orgullo de las corporaciones y la benigna tristeza de la vida cívica; al escucha de la sinfonía “Júpiter” de Mozart le presentan las compuertas abiertas de la alegría y la creatividad humanas; el lector de Proust es conducido a través del mundo encantado de la infancia y se le hace comprender la misteriosa profecía de nuestros pesares posteriores que contienen esos días de alegría”.

Tu forma de percibir el mundo se convierte en tu forma de estar en el mundo. Si tus ojos han sido entrenados para ver como veía León Tolstoi, si tu corazón puede sentir tan profundamente como una canción de K.D. Lang, si entiendes a las personas con tanta complejidad como lo hizo Shakespeare, entonces habrás mejorado la forma en que vives tu vida.

La atención es un acto moral. La clave para convertirse en mejor persona, escribió Iris Murdoch, es poder prestar una “atención justa y amorosa” a los demás. Es abandonar la forma egoísta de ver el mundo y ver las cosas como realmente son. Podemos, argumentó Murdoch, crecer mirando. La cultura nos da una educación en cómo prestar atención.

Las mejores de las artes son morales sin moralizar. “Crimen y Castigo” de Dostoievski es una indagación del conocimiento sobre el bien y el mal, contada a través de los ojos de quien sufre, con toda la compasión y el dolor que eso involucra.

Uno de mis héroes es Samuel Johnson, el ensayista, dramaturgo, poeta, compilador de diccionarios y uno de los máximos críticos de todos los tiempos. De joven era una especie de desastre —flojo, envidioso y poco confiable. Al paso de las décadas, leyó, escribió y sintió su camino hacia la grandeza.

Escribió sobre las grandes obras de la tradición occidental, y particularmente sobre sus propios pecados, como si estuviera tratando de sacárselos a golpes mediante el flagelo del autoexamen. Su conciencia de la depravación humana lo llevó a la humildad, el autocontrol y la redención.

Al final de su vida era generosamente generoso, un hombre que tenía la capacidad de ver el mundo con absoluta honestidad y percepción comprensiva. Johnson socializó con artistas y estadistas, pero invitaba a los marginados de la sociedad a vivir con él para poder alimentarlos y albergarlos.

Una noche encontró a una mujer, probablemente una prostituta, enferma en la calle. La cargó sobre su espalda y la llevó a casa para unirse a los demás.Cuando murió, su panegírico observó que había dejado un abismo que nada podía llenar.

Él encarnaba ese viejo ideal humanista. Se había convertido en una persona culta, un hombre maravilloso.

David Brooks, columnista de The New York Times, es autor de “How to Know a Person: The Art of Seeing Others Deeply and Being Deeply Seen”.

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