Los calificativos acá, no caben, en esta historia, escrita en Michigan en marzo pasado cuando le comunicaron a Carrie DeKlyen, de 37 años, que sus vómitos y dolores de cabeza eran producto de un cáncer cerebral.
Para ella, el reloj era su peor enemigo. Un tumor se hacía más grande y los intentos por detenerlo eran nulos. Ni siquiera sirvió extraerlo.
Después de la operación, los médicos advirtieron que el glioblastoma continuaba ahí, pero había algo más: tenía 8 semanas de embarazo.
Carrie y su esposo, Nick, quedaron confundidos. Proseguir el embarazo significaba abandonar la quimioterapia y renunciar a un esperanzador tratamiento experimental.
La pareja, responsable de cinco criaturas, optó por la gestación. “Ella lo quería, y Dios nos había dado este bebé”, contó el marido.
El cáncer no dio tregua. En junio volvió con fuerza. Y esta vez no hubo forma de pararlo. Carrie fue trasladada al hospital universitario de Michigan. Su cerebro no soportó y a las pocas semanas de su ingreso, perdió la consciencia. Con respiración artificial, su existencia se redujo a mantener con vida al feto, recoge el diario El País.
La criatura, que apenas se movía, vio la luz el pasado 6 de septiembre, tras una decisión extrema: se practicó la cesárea.
La pequeña tenía 24 semanas y pesaba tan solo 570 gramos. La llamaron Life Lynn (Vida Lynn). Después del nacimiento, los médicos retiraron el soporte vital a Carrie. Su marido se quedó a su lado, tomándole la mano en ese amargo crepúsculo. “Le decía que había hecho bien, que la quería”. A los tres días, la mujer falleció.
La pequeña Life Lynn le siguió los pasos. Once días después, falleció en el hospital.
Ese 20 de septiembre su padre escribió a Dios en su página de Facebook: “¿Cómo te has podido llevar a las dos?”.
'La hija fue enterrada a los pies de su madre'.