08/05/2024
07:23 AM

Hormigas, araña y una perrita

A veces, no muy frecuentemente en los últimos tiempos, la nostalgia me hace ir a estacionar frente a aquella casa en las afueras de la ciudad –habitada ahora no sé por quién – y buscar con la vista y el pensamiento, entre los barrotes, muros y alambradas, un poco de mi lejana infancia.

Veo por ahí un niño cargado de juguetes electrónicos que parece aburrirse en un lugar que para mí fue el más apasionante campo de batalla, atacando los cuarteles de arena de negras y furiosas hormigas.

Un terremoto terrible, una inundación provocada por dos vasos de agua y hasta algún incendio cuando caía en mis manos una cajita de fósforos.

Las hormigas, sin importar lo que les hiciera, afanosamente se empecinaban en reconstruir una y otra vez, no sin antes contraatacar y propinarme un par de picadas.

¿Qué habrán pensado de –ese gigante- que frecuentemente les atacaba sin mediar provocación ni motivo de su parte?

¿Acaso era un monstruo terrible, enviado por algún dios vengador, para castigarles por su mal comportamiento?

O, a lo mejor, estoicamente, lo atribuían a causas naturales y, sin darle mucha importancia, procedían frenética e incansablemente a reparar la fortaleza.

Estoy seguro que ese niño de los juguetes electrónicos, no se divierte ni la mitad de lo que yo lo hacía con mis armas inventadas y ese hormiguero.

¿Habrán llegado mis ataques a formar parte de una historia que se repite entre las hormigas de padres a hijos eternamente, como “los años de las pestes y las desgracias?

También habían una araña que tejía su tela entre dos ramas de un arbusto, cuya planeación me maravillaba. Nunca la toqué, mis bromas consistían en hacerle vibrar la red para ponerla sobre alerta, como si un insecto hubiera caído en su trampa. La engañaba cada vez, aunque nunca por mucho tiempo.

A veces intentaba alimentarla con alguna mosca o avispa muerta, las que lanzaba a su red. Nunca la engañé, creo que su olfato o instinto le avisaban que era un insecto muerto y despreciaba mi invitación a un banquete gratis.

Pero si acaso una mariposa descuidada caía en su red, en un instante la convertía en un bien apretado paquetito, el cual guardaba para devorarlo después.

Ese patio, que ahora me parece pequeño, en realidad siempre lo fue, pero no en mi imaginación, que antes me hacía verlo inmenso, ilimitado, como mis sueños.

A mi lado, siempre atenta al menor movimiento mío, siempre reaccionando ante cualquier gesto o ruido, mi perra Laika, de raza indeterminada.

Cada tarde, al regresar de la escuela, quizá empapado por algún aguacero, me esperaba sentada, atenta al recodo del camino por el cual debía aparecer yo, a la hora que su reloj interno le había enseñado.

Con más prisa por salir a jugar que hambre, tragaba mi almuerzo a toda prisa, siempre con la ayuda de mi golosa Laika, que se encargaba de aquellas cosas indeseables (hígado, lengua) que venían en mi plato.

¿Qué habré sido para ella? ¿Un amigo, su amo o simplemente un travieso compañero de juegos?

Una tarde, al regresar de la escuela, mi hermana mayor me dijo que me tenía una mala noticia, no necesitó hablar, supe que Laika había muerto, lo supe desde que no la vi esperando mi llegada.

¿Habrá pensado en mí antes de morir?

Creo que sí, definitivamente que sí, estoy seguro que sí porque más de medio siglo después yo la recuerdo como el primer día.