25/04/2024
03:28 PM

Sor Valdette Wilemann: 'Veo el rostro de Jesús en cada migrante”

Sor Valdette Wilemann pone en práctica sus principios cristianos.

Su patria es el mundo. Donde está el pueblo que sufre, allí debe estar sor Valdette Wilemann, una monja scalabriniana que llegó a Honduras hace nueve años para apoyar y defender los derechos de los catrachos deportados de Estados Unidos y México.

Descendiente de alemanes y nacida en Brasil, la religiosa comenzó su misión en Colombia, donde les dio ayuda a las víctimas del conflicto interno entre la guerrilla y el Ejército, sin importar su condición social o política.

Conoció historias de niños que perdieron a su padre en ese conflicto interno y de padres que se veían obligados a entregarle sus hijos a la guerrilla.

“No solo los pobres sufren. Había gente con poder y riqueza que igualmente se involucraba en situaciones relacionadas con la muerte”, dijo.

Su labor se extendió a Ecuador, donde trabajó en coordinación con el Alto Comisionado para las Naciones Unidas buscando refugio para los desplazados por la guerrilla colombiana que pedían asilo político en el vecino país. “Como iban a buscar refugio, eran rechazados hasta por el Gobierno receptor”.

Influenciada por sus padres, desde niña abrazó los principios cristianos, que sigue poniendo en práctica en Honduras cuando abre los brazos para recibir los deportados que entran por los aeropuertos de Toncontín en Tegucigalpa y La Mesa en San Pedro Sula.

Aunque ha sido una ferviente católica, su juventud fue como la de cualquier otra muchacha que se divierte, baila y tiene enamorados. “Si no me casé no fue por falta de novios, sino porque mi vocación era servir a Dios”, confesó.

Recién ordenada usaba los hábitos de la congregación de misioneras scalabrinianas, pero después del Vaticano II, la Iglesia dejó la apertura para que las religiosas que hacen labor de misioneras puedan usar ropa casual. Además, “la vestimenta no hace a la persona, sino la manera como uno trata a los demás”, justificó.

Por la ruta de la muerte

Cuando su congregación dispuso que viniera a Honduras a cumplir una nueva misión, lo primero que hizo fue localizar en el mapa al país centroamericano que por medio de su trabajo ha aprendido a amar, según sus comentarios.

Tuvo una mala impresión cuando aterrizó en el aeropuerto capitalino, que en ese tiempo estaba pintado de rosado y tenía un aspecto deprimente. “Qué fea esta ciudad”, pensó mientras subía y bajaba por las calles de la capital y mucho más cuando llegó a la oficina que le habían asignado, donde no había ni computadora.

“Vi sucia, fea y horrorosa a Tegucigalpa, pero ahora es para mí la ciudad más encantadora”, comentó frente a un grupo de sus voluntarios.

“Los migrantes me han enseñado desde el español hasta la cultura hondureña”, dice con su acento brasileño.

El Centro de Atención al Migrante Retornado que ella dirige en ambos aeropuertos “es bendecido por Dios porque es la primera cara que ven los deportados que regresan a su país. Si les hacemos mala cara, qué ánimos van a tener de volver a sus casas”.

Son hondureños valientes porque arriesgan la vida en la ruta migratoria a Estados Unidos, en la que son víctimas de asaltos y maltratos, a veces de la propia Policía mexicana y de las garras criminales de los Zetas.

“Cuando regresan vienen traumatizados y cabizbajos. No tienen la posibilidad de regresar con la cabeza erguida porque se sienten derrotados y humillados”.

Las que más sufren son las mujeres porque además llevan la carga emocional de dejar a sus hijos con otras personas en Honduras. Cada una de sus historias cuando regresan son para ponerse a llorar, pero sor Valdette debe mostrarse impasible mientras las entrevista.

No se le olvida la angustia de una mujer que regresó embarazada y rechazaba al hijo que traía en el vientre porque era el producto de una violación. Se le dio tratamiento psicológico a ella y a la familia que vive en Siguatepeque y, gracias a ello, al nacer la criatura fue aceptada con cariño maternal.

A otras hay que darles tratamiento médico de emergencia, como a una muchacha que traía los glúteos con llagas porque estuvo largo tiempo sentada en los cactus del desierto tratando de protegerse de los animales y los bichos que podían ocasionarle mayores daños que las espinas.

Le conmovió el caso de un muchacho que estuvo secuestrado por los Zetas. Llegó con la mano izquierda vendada porque los miembros de esa pandilla criminal le cercenaron dos dedos. El retornado relató que sus captores le exigían pedirle dinero a la familia que había dejado en Honduras. Cada vez que no les daba lo que pedían porque sus parientes no podían mandarle la plata, le cortaban la mitad de un dedo.

Quizá se los habrían cortado todos si no hubiera escapado con ayuda de otro hondureño que era parte de la banda, “porque allí (en los Zetas) hay miembros de todas las nacionalidades, hasta de Estados Unidos. Algunos entran voluntariamente y otros son obligados después de ser secuestrados”.

Incluso son contactados en los propios centros que les dan albergue a los migrantes para ser llevados a ese infierno, dijo.

Con tantas historias conmovedoras, cualquier otra persona podría traumatizarse o deprimirse, pero sor Valdette duerme tranquila después de recibir un vuelo de migrantes que vienen de aquel suplicio porque deja que sea Dios quien se encargue de ellos, expresó.

Los voluntarios como ella son eslabones que van formando cadenas de esperanza mientras les dan el mismo trato a todos los deportados.

“Si atiendo a un marero, es como si fuera mi hermano, mi mejor amigo o mi padre. Veo el rostro de Jesús en cada migrante que está delante de mí”, manifiesta la religiosa.

Hace su labor en nombre de la Iglesia y de su congregación, que decidirá hasta cuándo permanecerá en Honduras.