26/04/2024
12:56 AM

'No se vaya, tía Giselle”: niños del hogar Senderos de Amor

Mi mayor satisfacción es haber aconsejado a estos niños y jóvenes en riesgo social.

Algunas están muy grandes, doña Martha las hace pequeñas- dice Cristian, quien con los ojos del alma amasa la harina para hacer unas 50 tortillas en la cocina del hogar de niños Senderos de Amor.

Cristian es un joven de 24 años, oriundo de Olancho. Es el único ciego de los 23 jóvenes y niños que viven en este centro, ubicado en la colonia El Country de San Pedro Sula.

Es sábado, mi tercer día -de cinco- de voluntariado en este hogar de varones, donde jóvenes y pequeños me llaman “Tía Giselle”. Nombre que tengo que adoptar por ser más común que el mío.

Cristian es ejemplo de superación y amor a la vida. Aún siendo invidente, ha vivido desde los diez años en hogares de niños huérfanos o abandonados ubicados en distintos sectores del país. En Senderos de Amor vive desde 2002. Su casa, como la llama, la conoce mejor que los demás.

Hablo con Cristian . Confirmo: ve, pero con los ojos del alma. Es muy cariñoso, me toma confianza desde que me presento. Me sorprende. Camina por todo el centro sin ayuda de nadie. A través de una grabadora que siempre lo acompaña, se informa, al amanecer, de la realidad del país.

Me revela que uno de sus sueños es ser una de esas voces que se escuchan en la radio. Lava su ropa a mano mientras aprovecha para charlar con otros tres niños que están en el área de lavandería. Por la tarde rasga la guitarra. Lo acompaño a cantar: “No sé distinguir entre besos y raíces...no sé distinguir lo complicado de lo simple y ahora estás en mi lista de promesas a olvidar, todo arde si le aplicas la chispa adecuada...”. Un éxito de Héroes del Silencio.

Una hora más tarde, toca el órgano, siguiendo a Danilo, el maestro que lo visita tres veces por semana, también invidente. Ahora me cantan “Cuarenta y veinte, cuarenta y veinte, es el amor lo que importa y no lo que diga la gente...”, un clásico musical de José José.

Cristian llega a la cocina. Me dice que su gran sueño es tener una partida de nacimiento o cédula para matricularse en la universidad y estudiar psicología. Me sorprende y hasta me quemo con la olla en que cocino la carne molida para los espaguetis. Se ofrece a ayudarme a hacer las tortillas, le acerco la harina y comienza su labor.

Se acerca el mediodía en el Hogar de Niños Senderos de Amor. Este lugar realiza una noble y extraordinaria labor social desde 1984 en la capital industrial. Tiene como misión incorporar a la sociedad y preparar sin costo alguno a niños desde los cinco años y a jóvenes en riesgo social para que sean capaces de subsistir por si solos de manera digna. Mientras vivan en el centro, los niños y jóvenes tienen actividades asignadas diariamente y reglas que deben cumplir.

Por las tardes, una psicóloga llega para brindadarles atención personalizada a quienes demuestren cambios de conducta en el hogar.

Las instalaciones son amplias. Existe un edificio de dos plantas, donde están las habitaciones. También hay dos áreas verdes: la primera, con juegos y un campo de fútbol, más la lavandería; en el otro extremo, hay árboles de mango, toronja y guayaba. La mayoría de residentes provienen de hogares pobres.

Según el INE (Instituto Nacional de Estadística), en Honduras, la principal fuente de ingreso en los hogares la constituye en un 47% los salarios, el 35% son ganancias de cuenta propia.También destacan las remesas con 6% y las ayudas familiares con el mismo porcentaje.

El jueves es mi primer día como voluntaria en Senderos de Amor. La asignación más difícil es cocinar para unas 30 personas. Confieso que no tengo mucha experiencia para cocinar y peor en grandes cantidades. El problema es que cuando vengo al centro para ofrecerme como voluntaria, con tal de quedarme, le digo a la directora, una italiana de nombre María Giovanna de Bonilla, que puedo ayudar en cualquier área, incluso la cocina. Jamás imaginé que me encargarían esa delicada misión, que a mi criterio y del resto de educadores del hogar es la más complicada y requiere dedicación.

Llego a las ocho de la mañana. Uno de los educadores está parado en la puerta principal. Observo que tres pequeños cortan el césped en una amplia área verde del hogar. Siento paz y seguridad.

-Soy Giselle, voluntaria de la Universidad Autónoma-, me presento. -Bienvenida-, responde Carlos mientras me da la mano. Para infiltrarme miento, digo que soy estudiante de derecho y que este voluntariado es parte de un servicio social.

Carlos, el educador, me dice: -la directora me comentó que también ayudaría en la cocina y hoy toca sopa de frijoles con costilla-. Me quedo muda. Le pido a Dios que me ayude en este nuevo reto. Me aventuro a cocinar siete libras de frijoles con costilla de res e intento darle un buen sabor para agradar a los niños y jóvenes.

Lavo los frijoles mientras Armando, un joven que ayuda en la cocina, me busca las cebollas y chiles en la refrigeradora. Estoy concentrada. El muchacho me cuenta cuando llegó a este hogar. De pronto, veo afuera un niño bajando mangos de un árbol que está en el terreno frente a la cocina. Se me antoja uno, pero no le digo nada a Armando. De él sale ofrecerme, no me niego.

Los frijoles hierven en una olla gigante. Parto el chile. La cebolla me hace llorar.

Empiezo a preparar la costilla. Intento recordar escenas cuando veo cocinar en mi casa. Pruebo los frijoles y siguen duros. Me sofoca el calor. En la cocina solo hay un ventilador de techo. Mi cara arde, pero más son los nervios porque los frijoles no se ablandan.

El cansancio es fatal. El reloj ya marca las 11:15 am. Por fin logro sentarme en toda la manaña. Pienso en lo ajetreado que le toca todos los días a doña Martha, la cocinera que casualmente esta semana empezó vacaciones. Toco el timbre. Los niños y jóvenes se sientan en una sola mesa.

“Dios bendice estos alimentos que comeremos. A quien los cocina, y a quienes con donaciones hacen que nunca falten. Provee a los más pobres”. Así agradecen a Dios antes de comer.
Ya están almorzando. Escucho que algunos dicen: “Estamos comiendo balas, cacahuates...”. Eran los frijoles que nunca se ablandaron y que se fueron en algunos platos. La comparación me causa risa y pena. Otros pequeños se me acercan y me tranquilizan: “No se preocupe, la sopa está rica, también el arroz”.

Algunos antes de abandonar el comedor se me acercan, me abrazan y me dan las gracias. Estos detalles hacen que me empiece a encariñar.

La ayuda que brindo como voluntaria en Senderos de Amor es mucha. Es mi segundo día allí. Me dispongo a auxiliar a los pequeños en sus tareas. “Divido 3250/25 y 649/8”, solo algunos ejemplos de matemáticas que hago con los niños. “SAG (Secretaría de Agricultura y Ganadería)”, una de las siglas que pregunto a “Federico” mientras le ayudo a estudiar para su examen de Cívica. “Where is the supermarket?”, le explico su tarea de inglés a Miguel, qué significa en español y dónde lleva acento. Me da tiempo para aconsejarlos y orientarlos por buen camino.

Tras cocinar, salgo con Aldo, uno de los adolescentes a jugar a los penales en el campo de fútbol. Al fondo, otros pequeños corren y gritan. Me emociona verlos. No van ni 15 minutos y ya estoy cansada. No suelo hacer ejercicios. Me detengo y admiro la felicidad de estos jóvenes, aunque vivan alejados de sus padres. Muchos por estar en riesgo social vinieron al hogar y otros porque sus familias son tan pobres que no tienen cómo mantenerlos y educarlos.

Son las doce. Hora del almuerzo, veo que los niños que estudian por la tarde en la escuela República de Colombia -a unas ocho cuadras del hogar- salen de sus habitaciones con mochilas en hombros. Corro. Debo servirles el almuerzo, delicioso pollo frito, arroz, frijoles y tortillas permanecen calientes en las ollas. Hacen fila.
-¿Qué hay?- me preguntan. -Pollo frito- respondo. Se les ve alegres. Escojo las grandes piezas y se las doy a quienes comen más, ubico la comida en los platos mientras uno de los educadores me observa. En mi interior digo: “Este hombre debería ayudarme, qué haría si no estuviese”.

Es lunes, mi último día en Senderos de Amor. El educador me pide ir con Esteban al colegio. Tiene que llegar con un responsable del hogar. Espero que finalice de almorzar. Llegamos al instituto, pero no está el director. Aún falta para la hora de entrada, muchos adolescentes juegan en las afueras. Compran churros y refrescos en la glorieta y otros hacen tareas. Suena el tiembre. Hablo con otra maestra. Se queja por el peinado de Esteban, no es el adecuado. Me cuenta que le notan un cambio de actitud en el aula, pero que siempre llega a clases, presenta tareas y lleva buenas notas. Salimos de la dirección. Lo aconsejo para que se porte bien. Me dirijo al hogar mientras pienso en lo difícil que es tener y educar a un hijo.

La tarde cae y se acercan mis últimas horas en Senderos de Amor. Me encuentro con Daniel, uno de los cuatro jóvenes en el hogar que ya trabajan. Me cuenta que paga sus estudios superiores en una universidad privada de San Pedro Sula y que al igual que los otros tres da un aporte mensual para las necesidades del hogar.

Siento que me tiene confianza, cariño y respeto, al igual que el resto de niños y adolescentes. Le pregunto cómo llegó al hogar y su mirada se pone triste. El joven de 21 años, originario de Copán, me narra que fue durante el huracán Mitch en 1998. Es el más antiguo en el hogar. Su historia es muy triste. Se sincera conmigo y me cuenta que hasta sus cinco años vívía sólo con su madre porque su padre los abandonó. Un día, un tío cuyo principal vicio era el alcohol, lo sacó engañado de su casa en Copán, sin permiso de su madre, y lo trajo hasta San Pedro. Por culpa del alcohol creció sin el amor y apoyo de una madre.

Estaba pequeño, pero recuerda cuando su tío, ya estando en San Pedro y mientras trabajaba como albañil, lo mandó a traer cigarros a la pulpería. No quería ir, pero lo amenazó de muerte con una tabla si lo desobedecía. Se perdió cuando intentó regresar a casa. Nunca dio con el lugar. Se sentó sobre una piedra y no paró de llorar. Le preguntaban qué le pasaba y no le creían. La gente solo le daba dinero, cuando lo que más anhelaba era hallar a su tío. Cayó la tarde. Pasó una pareja en su vehículo, le dijeron que no tuviese miedo porque le ayudarían.Durante una semana lo alojaron en su casa. Lo alimentaron y vistieron. Luego lo llevaron a la Policía para dar con su familia y días después lo entregaron al Ihnfa (Instituto Hondureño de la Niñez y la Familia).

En ese momento lo instalaron en Senderos de Amor y desde entonces -a finales de 1998- comenzó a vivir una nueva vida en el hogar, junto a otros 64 niños, la mayoría en riesgo social. Al inicio le costó adaptarse. Lloraba por su mamá y a diario le pedía a Dios encontrarla y que lo guiara para acoplarse a esta forma de vivir.

Una abogada le ubicó a su madre, a quien conoció en 2007. Tiene cuatro hermanos. Ahora suele viajar a visitarla algunos fines de semana a Copán. Me comenta que su triste destino le dejó de ejemplo que buscar desahogarse en momentos difíciles en el alcohol y drogas no solucionan nada. El amor que Daniel le tomó al hogar hace que siga viviendo ahí. Su casa es este lugar, donde decenas de educadores le inculcaron los valores esenciales de la vida, a través de ciertas normas que tiene que cumplir.

El domingo es mi cuarto día de voluntaria. Decido no asistir a la parroquia de mi colonia y prefiero ir a misa con los adolescentes y pequeños. Llego en vehículo. Uno de los niños me abre el portón. Los presiono para que se alisten. Se acercan las 10:30 am, hora que inicia la misa en la iglesia Buen Pastor, a cuatro minutos en automóvil del hogar.

Se me acercan alegres. -Tía Gíselle, ¿con usted iremos a misa?- me consultan. -Claro, apúrense- les contesto. Llevo a seis en mi auto. Los demás, al terminar sus actividades, llegarán a pie.

Los domingos asisten a la iglesia caminando. Hoy a algunos les ahorré ese ejercicio. Vamos saliendo del centro. Van contentos. -Tía Giselle, ponga música y baje los vidrios para que nos vean, me dice Josué. Eso me causa risa y los complazco.

Es comprensible. En el hogar los educadores son varones y por naturaleza no suelen ser tan cariñosos. Durante mi voluntariado he observado que a los niños y jóvenes les falta recibir de vez en cuando un abrazo, una sonrisa que salga del corazón y una mano amiga que les inspire confianza.

Estamos por llegar a la iglesia. -¿Traen para la ofrenda?- les pregunto, -qué va, si nosotros estamos para que nos den-, dice Fernando. -Pero si no les falta nada: sus tres comidas y una cama donde dormir, la tienen en el hogar- les contesto.

Llegamos. Les doy dinero, pero les advierto que lo entreguen. Entramos a la iglesia. “Vienen con alegría Señor, cantando vienen...”, suena en el templo. Está lleno. No logramos sentarnos juntos. Les digo que estén callados. Me paro a comulgar. Escucho murmullos y voces que me llaman “Tía Giselle”. Son dos de los niños que están sentados enfrente. -Vimos que el padre le dio la hostia-, me dicen al salir. -Sí. Tienen que estar concentrados en misa-, les respondo.

Confieso que con temor vengo a la eucaristía, sabía que me hallaría a conocidos que pueden descubrirme frente a los pequeños. Estoy afuera de la iglesia esperando a dos de los niños. La gente se despide. Sale un excompañero del diario. -¿Qué tal está?, ¿todavía sigue en LA PRENSA?- me pregunta. Asiento con la cabeza. Ya me descubrieron, pienso, pero no, por suerte cuatro de los niños que permanecen conmigo están distraídos y no escuchan.

Regresamos al hogar. Les expreso que por la tarde les iré a comprar pizza. -¿Les gusta?- pregunto. -Yuppi, yuppi. Sí, sí. ¡Qué rico! Nunca comemos eso- dicen sonriendo.

Les cuento que hasta mañana estaré con ellos. Quiero que sea como una despedida. Las sonrisas que traen en sus rostros desaparecen. Con sus caras tristes me dicen: “Ay no. No se vaya, tía Giselle. No nos abandone”. Se me hace un nudo en la garganta. Como puedo les sonrío. A mi mente llegan esos dulces e inolvidables momentos que he pasado por cinco días con mis niños y chavos. Estamos ya en el hogar, un niño le comenta a los demás que me voy. Se me acerca un grupo. Me rodean. Me preguntan si estaré viniendo a verlos, me piden que no los olvide.

Estas palabras tocan más mi corazón y les prometo que vendré a visitarlos por lo menos una vez al mes.

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