28/04/2024
07:58 PM

En Yarula, La Paz, hambre y miseria devoran los sueños

Desnutrición, diarrea y neumonía doblegan a los niños del municipio, donde un huevo cocido sirve para alimentar a cuatro de ellos.

Su rostro curtido se confunde con la tierra del piso de su casa por donde se arrastra semidesnudo. Sus esqueléticas piernas y su barriga hinchada retratan su calvario: desnutrición.

“Carlos” (nombre ficticio) tiene el cabello ralo y descolorido. Es el último de los 10 herederos de la familia Argueta.

El pequeño de dos años no entiende por qué comparte un huevo cocido con tres pequeños más. Ellos también son víctimas inocentes de la desnutrición infantil que aqueja a más de 300 mil niños hondureños menores de 60 meses, según cifras del PMA (Programa Mundial de Alimentos).

Sus padres, Cristino Argueta y María Santos, no saben leer ni escribir. Él tiene 46 años, según su cédula, y ella no recuerda su edad. Ambos lo intentan todo para darles de comer a sus hijos y nietos y pocas veces lo logran.

Si la miseria castiga al 53% de hondureños que viven en el área rural, a la familia Argueta la tiene de rodillas.

Ellos forman parte de los 8,920 habitantes de Yarula, municipio de La Paz, donde el 70% de la población vive en extrema pobreza. Este mismo municipio fue declarado en emergencia por hambruna en 2011.

Diario LA PRENSA permaneció 24 horas en este lugar azotado por una pobreza fría, sin piedad ni tregua. La ruta a la penuria se palpa desde las vías de acceso. Caminos compuestos por abismos selváticos y terreno quebrado que en invierno se vuelve inaccesible.

A tres horas del municipio de La Paz, pero a miles de retraso, está Tierra Colorada, la aldea más poblada de Yarula y también la más empobrecida. Ahí luchan para no morir de hambre los Argueta y muchas familias más.

Son las 2:30 de la tarde del miércoles. Hace frío, un frío que por ser época de verano se mantiene a 16 grados durante el día.

En el suelo arcilloso del patio está sentado “Carlos”. Viste suéter azul y anda sin calzoncillo.

El jefe del hogar nos recibe con una sonrisa amigable y un fuerte y áspero estrechón de mano.

Él y los demás hombres trabajan en temporada de cultivo de maíz, solo para el consumo. “Guardamos el maíz para comer aunque sea tortillas”.

El olor a estiércol perturba apenas los primeros minutos y luego el olfato se acostumbra, como lo hace el estómago vacío de los seis niños que viven en la casa.

Seis diplomas cuelgan en la pared de la primera pieza del hogar; es la sala. Cristino los señala con orgullo.

Son de sus hijos mayores que ya salieron de sexto grado. También hay algunos de kínder.

Detrás de los diplomas, divididas por una pared de adobe, están las cuatro camas de madera y cabuya. Apenas una tiene un viejo colchón. La habitación es oscura de día y de noche. En Tierra Colorada no hay energía eléctrica.

Son apenas las 3:30 de la tarde y “Francisca” debería andar correteando por toda la casa como cualquier niña de cuatro años. Sus padres no saben por qué, pero a su edad aún no camina. Lo que sí saben es que también está desnutrida. No habla ni sonríe y tiene la misma mirada de “Carlos”: perdida, triste y vacía.

En la cocina prepara la cena María y le ayuda su hija Deysi, que tiene 20 años y una hija de 18 meses. Sus pulmones ya se acostumbraron al humo que la hornilla dispara a ráfagas.

Allí oscurece temprano. La neblina va cubriendo la luz que entra en la cocina en medio de la pared de palos.

La familia Argueta no vive: sobrevive como los casi 1,200 pobladores de Tierra Colorada. No tienen ingresos fijos, no comen los tres tiempos y viven sin los servicios básicos.

Las niñas salen de sexto grado directo a la hornilla y los varones, al azadón.

Falta poco para la cena. El menú: un huevo cocido dividido para cuatro criaturas y como complemento una tortilla del maíz que guardan con recelo. El resto cenará lo usual: tortilla con sal.

“Cuando recogemos centavitos compramos leche. Maicito siempre tenemos, el con qué es lo que nos hace falta”, dice Cristino, que no se baja el machete de la cintura.

María toma los cuatro platos y el huevo cocido y con sus delgadas manos les coloca una raquítica porción. “Los pequeñitos son lo principal, los demás pueden aguantarse”, expresa María, resignada y condenada a una vida miserable.

Los cuatro pequeños, entre ellos sus hijos y sus dos nietos, se amontonan en la hornilla para protegerse del frío. Vacían el plato en un abrir y cerrar de ojos. El resto de la familia Argueta ya está en casa.

“Carmen” (9) y “Estelina” (7) habían andado cortando uvas que venden a seis lempiras la libra. “Juan” (14) viene de una reunión cristiana; en Yarula hay 22 ermitas católicas y 18 iglesias evangélicas.

La historia de la familia Argueta se repite en otras de la aldea Tierra Colorada.

A unos 200 metros de ellos viven los Sánchez. A “Azucena” (13) se le obligó a convertirse en ama de casa. Su madre abandonó desde hace siete meses a ella y a sus hermanos “Pedrito” (9) y “Benigno” (7).

Desde entonces, la niña cuida a sus hermanos, mientras su padre Anacleto trabaja en la tierra para llevar el maíz a casa.

“Azucena” no pudo terminar la escuela; llegó a cuarto grado. Apenas lee y escribe, pero sí sabe cocer maíz y frijoles.

Ellos viven en peores condiciones que los Argueta. Si existe alguna palabra después de lo extremo, ellos son el ejemplo. Abandonados por su madre y por la sociedad.

La temperatura está a 12 grados y ya son casi las 6:00 de la tarde. La casa de los Sánchez está hecha con pedazos de palos y cuando llueve el agua azota sin piedad. La cocina es una bomba de tiempo. Bajo el techo de paja está encendida la hornilla.

Por alguna razón desconocida, estos niños sí sonríen, corretean y juegan con los cinco perros que tienen. Tres son cachorros que quieren vender por 200 lempiras.

“A los perros les conseguimos suero. Comemos tortilla con frijoles, a veces espaguetis”, comenta “Azucena”.

Viven a 26 kilómetros de El Salvador, donde creen que ahora vive su madre María Eucebia. Se despiden y nos piden volver cuando regrese su padre.

En la casa de los Argueta ya se preparan para dormir. Son las ocho de la noche y los 10 seres humanos que viven bajo ese techo se acomodan, se dan calor, se duermen.

Los niños quizás no puedan ni soñar con un mundo diferente; no lo conocen: no tienen juguetes ni televisor.

La casa queda totalmente a oscuras, pero la pobreza no se calla. La tos quejosa de los pequeños quiebra el silencio por momentos, cuando ya casi es de madrugada. En Tierra Colorada, como en las demás aldeas de Yarula, las enfermedades que aquejan a los infantes son neumonía, diarrea y desnutrición.

Todos descansan esperando una vez más el ácido amanecer.

Es jueves y la primera en levantarse es María. Ya son las cinco de la madrugada y debe cortar leña que su esposo sale a buscar cada mañana.

De nuevo enciende la hornilla y el menú es el mismo de ayer. Esta vez, con una taza de café. Carmen”, “Estelina” y “Juan” saltan como resortes de las incómodas camas. Son los únicos que van a la escuela.

Después del café, María los acompaña al río, a unos 10 minutos de la casa. Los baña y les cambia la ropa de ayer, con la que anduvieron todo el día y con la que también durmieron.

Peina sus cabellos cundidos de liendres y les da ropa para cubrir el cuerpo reseco y marcado por la pobreza. Las clases empiezan a las ocho. Caminan 30 minutos por las calles polvorientas para recibir clases en la escuela Dionisio de Herrera. En las orillas, en los solares, los hombres ya empezaron a trabajar la tierra.

Las mujeres se dirigen con los más pequeños al centro de salud doctor Alcides Martínez, uno de los tres del municipio.

“La mayoría de alumnos vienen a la escuela por la merienda. En su casa aguantan hambre. Aquí no hay fuentes de trabajo; el Estado los deja en el olvido”, comenta René Cárcamo, director del centro educativo que atiende a 183 niños.

El docente lleva 20 años de trabajar en Tierra Colorada y apenas hace dos semanas tienen agua. El centro de salud está colmado de mujeres y niños.

Son las 11:00 de la mañana. “Esta es la comunidad más grande y con más desnutrición. El clima, la alimentación y el agua los mantienen enfermos”, explica Wilfredo Orellana, enfermero del centro de salud. En el municipio no hay médico.

En Yarula Centro hay un poco más de movimiento. Ahí esta el viejo edificio de la Alcaldía, los Juzgados de Paz, una posta policial y un par de casas donde venden comida.
Termina la jornada, observo a los niños amontonados de nuevo en la hornilla y por mi cabeza pasan miles de cosas. Aquí nadie vive con más de 10 lempiras al día, aquí no hay Gobierno y tampoco solidaridad.

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