27/04/2024
11:14 PM

Edwin Benítez, el hondureño que sobrevivió de talibanes

Para aprovechar oportunidades de estudio del Ejército de EUA aceptó ir a combatir en Afganistán.

Con la cicatriz de un balazo en el brazo derecho y más amor por Honduras regresó de Afganistán Edwin Antonio Benítez, sampedrano nacionalizado en Estados Unidos, que estuvo de paseo por San Pedro Sula. “Peleábamos contra nadie porque los talibanes disparan y se van. No los conocemos porque se mezclan con la población civil”, dice el muchacho de 23 años.

Después de haber estado dos veces en Afganistán como miembro de un regimiento de la Marina norteamericana ha comprendido que, pese a la violencia que impera en Honduras, este país es un paraíso comparado con la nación asiática que se desangra en una guerra interna.

Edwin tenía 13 años cuando se fue a Nueva York a reunirse con su madre y su nuevo padre, un colombiano nacionalizado norteamericano, quien le dio su apellido.

Después de llegar se matriculó en una escuela de inglés y a los siete meses ya se defendía con el idioma. “Para aprenderlo también miraba solo programas en inglés por televisión”, dice el joven.

Rápidamente lo absorbió la cultura norteamericana al ingresar en centros educativos, donde la mayoría de sus compañeros eran gringos. Perdió su acento catracho, pero no su amor por el país donde nació. “Hay palabras que no puedo decir en español, aunque al oírlas sé lo que significan”.

En 2008 terminó su high school (secundaria) e inmediatamente se alistó en la Marina no tanto porque le guste la milicia, sino por las oportunidades de estudio que ofrece el Ejército norteamericano.

“El entrenamiento era pesado. Al principio lo hacen sentirse a uno de lo más bajo, pero eso no me desanimaba porque yo sabía en qué me había metido.

En el campamento no podíamos hacer todo lo que queríamos y a todo debíamos contestar ‘sí señor, no señor’”.

El último entrenamiento que les dan para ir a Afganistán lo realizan en el desierto de California. “Nos hicieron caminar de 8 a 9 millas con un equipo de 60 libras en la espalda”.

A cambio de todo ese sacrificio, Edwin recibió clases de cultura general, historia mundial, manejo de armas y, por supuesto, cómo es la vida en un país en guerra con otras costumbres.

“Las 13 semanas de entrenamiento le quitan a uno el miedo cuando le dicen que se va a la guerra. También me daba confianza saber que otros de mis compañeros ya habían estado allá y regresaron con vida”.

El regimiento al que fue asignado Edwin es considerado un cuerpo de élite nacional. Pertenece al batallón que combatió en la II Guerra Mundial con el apodo de Perros Diabólicos, comentó.

Olor a muerte

Un frío diciembre de 2010, Edwin Benítez llegó por primera vez a una provincia del sur de Afganistán con sabor a miseria y olor a muerte. A lo lejos se escuchaban fuertes detonaciones, como si los insurgentes les estuvieran dando la bienvenida a su guerra sucia.

“Antes de enfrentarnos a ellos nos prepararon. Lo primero que le enseñan a uno es a diferenciar las drogas que consumen los afganos; por ejemplo, el opio que cultivan como en Honduras se cultiva el maíz. También a diferenciar los químicos que los talibanes usan para fabricar las bombas caseras con que atacan a los convoyes de las fuerzas extranjeras”.

Poco a poco, el muchacho se fue adaptando a aquel país devastado por la guerra, donde las mujeres no tienen derechos civiles.

“Las tratan como objetos de segunda. Van por las calles con los rostros tapados con un velo. Viendo el suelo cuando caminan detrás de sus maridos”.

Dice que cuando ellos, los soldados, se encontraban con un grupo de muchachas, estas se detenían y agachaban la cara para no verlos, aunque más de alguna volvía la cabeza cuando ellos se alejaban.

“Solo en dos oportunidades pude verles la cara. Una vez que estaba sobre un techo haciendo vigilancia vi que en un patio estaban dos mujeres sin el velo y otra vez vi a una que corrió a meterse en la casa como si la hubiera sorprendido desnuda. Era una muchacha bella con ojos preciosos. Me puse a pensar por qué se cubren la cara siendo tan bellas”.

A Edwin lo sorprendió también la pobreza en que vive la gente. En las casas no hay agua ni luz eléctrica ni las familias tienen artículos tan elementales como papel sanitario.

La población parece estar dividida entre los que están de acuerdo con la presencia de los norteamericanos y los que los rechazan. “Algunos nos recibieron con los brazos abiertos e incluso nos decían dónde estaban los talibanes, pero otros actuaban como si no les importara nuestra presencia”.

Cuando no estaban combatiendo contra los insurgentes, los militares ayudaban a la población civil a mejorar sus condiciones de vida. “Ayudábamos a construir escuelas y viviendas o a desarrollar proyectos de agua”.

Los marines también ayudan a los civiles a regresar a sus hogares después de los enfrentamientos.

Una de las armas más peligrosas de los talibanes son sus bombas artesanales y las minas que colocan generalmente por donde pasan los soldados norteamericanos.

“Buscábamos las bombas con perros amaestrados y las minas con un detector especial. Esa vez que me hirieron en el brazo fue el año pasado en mi segunda estadía en Afganistán. Yo iba con el detector en la mano izquierda y en el otro brazo llevaba el fusil cuando salió el disparo de la nada”.

Un segundo tiro pasó frente a él e impactó en el cuerpo de otro compañero sin mayores consecuencias. Los hechos ocurrieron mientras los soldados rastreaban una vivienda donde habían estado parapetados los talibanes.

Como todos los soldados que regresaron de Afganistán para no volver, al terminar su contrato con el Ejército norteamericano, Edwin tiene abiertas la puertas de la universidad para comenzar a andar el camino que buscaba cuando aceptó empuñar un fusil.

Más noticias relacionadas