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Creció en las calles y ahora enseña a sobrevivir

  • 13 junio 2017 /

    San Pedro Sula, Honduras

    A los 8 años, Juan Alejandro Arita abandonó la escuela y se vio, según él, en la imperiosa necesidad de buscar dinero en las avenidas y calles más transitadas de San Pedro Sula.

    Él se sintió obligado a dar ese giro radical en sus primeros años de infancia porque, un día, un golpe emocional sacudió su corazón. Miró a su madre envuelta en llanto frente a las lenguas de fuego que convertían en cenizas la vivienda que, por muchos años, ella había construido poco a poco.

    “Yo estaba en tercer grado cuando el diablo entró a mi casa. Le prendió fuego (...) y me dio lástima ver a mi mamá llorando porque se había quedado sin casa”, recuerda.

    Como no sabía qué hacer, no tenía conocimientos de ningún tipo de oficio para realizar un trabajo remunerado, tomó varias naranjas y se enfrentó ante la ciudad. Se instaló en la Circunvalación abrigando las esperanzas de que el dinero llegaría en cualquier momento a sus manos.

    Un malabarista que desea ayudar, pero su futuro es incierto. Juan Alejandro Arita desea instruir en malabarismo a los niños de la calle que deseen para que no sufran “demasiado.

    Cuando el semáforo cambiaba de verde a rojo, él, sin ninguna vergüenza, pues era consciente de que no era malabarista, lanzaba al aire tres naranjas e intentaba hacer un espectáculo agradable para granjearse la simpatía de los conductores de automóviles. La gente comenzó a darle los primeros lempiras.

    “Yo no quería pedir en las calles. El Señor me puso dos opciones: limpiar parabrisas o hacer malabares. Yo le pedí a Dios que quería hacer malabares. Le pedí que me diera la dignidad, la fuerza para aprender, y lo logré”, dice ahora que tiene 19 años de edad.

    Luego de un año de perfeccionar la técnicas con las naranjas, Arita, relata, tomó otra decisión importante: aprender a ganar más dinero con el elemento natural que le quitó la casa, el fuego.

    “A los 9 años me fui a Guatemala. En el Museo de la Infancia me ayudaron. Me enseñaron todos los trucos con las bolas de fuego, pero en la calle he aprendido los mejores”, relata.

    Los 30 días del mes, después de las 5:00 pm, cuando comienza a oscurecer, Arita prepara sus materiales en una esquina: tres esferas huecas forradas de tela, agua y gasolina.

    Mientras los vehículos hacen el alto en el semáforo del Monumento a La Madre, Arita salta al escenario. Lanza las tres bolas de fuego al aire y comienza el espectáculo. Adorna el show dejando caer una de pelotas incendiada sobre la visera de su gorra ennegrecida por el hollín.

    “Yo sigo viviendo en la calle. Duermo aquí, abajo de esta palmera de la gasolinera. Aquí mismo cargo mi celular”, dice. “No puedo estar viajando todos los días a El Calán, Villanueva, porque gastaría en transporte lo que gano aquí”.

    En ciertos momentos, cuando realiza el espectáculo con las bolas de fuego, algunos conductores le recriminan su actividad y le recomiendan que busque un trabajo; pero él no se siente atacado porque comprende, expresa, que desconocen su situación.

    “Este es un trabajo, es arte. Hay muchas personas que no entienden eso. Hago diario entre 300 y 400 lempiras. Le doy una parte a mi mamá. Un trabajo de esos que dicen que son normales no me daría el dinero que necesito. Quizá ganaría unos L1,500 a la semana. Aquí gano L300 diarios, L9 mil al mes. Con eso logro que pueda sobrevivir mi familia, pagar luz y agua”, así justifica su permanencia en las calles.

    Enseñar

    Este joven, de tez trigueña y contextura delgada, ha enfrentado y sorteado, desde su niñez, los peligros que acarrea la calle y la oscuridad de la noche.

    Un día, por ejemplo, cuando tenía 9 años, mientras lanzaba las naranjas al aire, una motocicleta, que circulaba a alta velocidad, lo arrolló y le ocasionó una herida en la cabeza. La cicatriz ahora es un recuerdo.

    Arita ha observado que en los últimos años la cantidad de niños en la calle ha incrementado y ve que no existe una institución que los libere de la mendicidad y los ayude a desarrollarse económicamente.

    “Estoy viendo a muchos niños en la calle y no saben qué hacer. Yo quiero enseñarles malabarismo para que puedan defenderse en la vida. Soy un artista de la calle y quiero ayudar a otros niños”, manifiesta.

    Por ahora, Arita solo tiene a un alumno: un niño de 8 años que, según él, anda solitario en la calle después de la muerte de su madre. “Ahorita le estoy enseñando a un niñito que le digo chinito. Creo que el papá era mixto. A él se le murió la mamá... Yo puedo ayudar a muchos niños a no sufrir. Desde que me vine de la casa, desde los 8 años, ando rodando para que mi mamá y mi papá no se mueran de hambre. Mi papá tiene 74 años; mi mamá hace candinga, pero no da para tanto”, explica.

    En diez años, Arita jamás se ha sentido explotado. El dinero recaudado en la calle le ha servido para sufragar sus gastos y los de los padres; sin embargo, reconoce que por vivir y trabajar en la calle no ha tenido las oportunidades de las que gozan otros muchachos de su edad.

    “Si alguien me hubiera apoyado estaría mejor y no dormiría en la calle”, comentó.