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Inmigrantes centroamericanos echan raíces en Nueva Orleans

  • 21 septiembre 2014 /

María Isabel Sierra es una hondureña que emigró a Estados Unidos huyendo de la violencia en Honduras.

Nueva Orleans, Estados Unidos.

María Isabel Sierra dice que nunca soñó con encontrar la tierra de las oportunidades o un mejor futuro para sus hijos en Estados Unidos.

La mujer y su esposo, Juan Simón Andra­de, tenían una pequeña tienda de comestibles en su casa en Honduras. “Estábamos bien, éramos felices”, dijo. Su negocio les permitía pagar un colegio privado y cuidado especial para su hija que está confinada a una silla de ruedas debido a que tiene espina bífida, una malformación congénita.

Pero el 26 de marzo, su esposo, con el que llevaba casada 20 años, fue asesinado en la puerta de su casa por rehusarse a pagar la extorsión que una pandilla le exigía a cambio de permitirle operar su negocio, dijo Sierra. La mujer y sus dos hijos abandonaron su casa y se mudaron dos veces, pero los crimina­les rastrearon su paradero. Cuando recibie­ron más amenazas, la familia huyó a EE.UU. y ahora está radicada en Nueva Orleans mien­tras espera una audiencia de deportación.

Durante el último año, inmigrantes de Hon­duras, Guatemala y El Salvador han llegado a EE.UU en cantidades sin precedentes, prin­cipalmente escapando de la violencia en sus países o para reencontrarse con familiares. La mayoría, como los Sierra, son mujeres y niños. En los primeros 11 meses del presente año fis­cal, unas 66.000 familias, o cuatro veces el rit­mo del año anterior, ingresaron ilegalmente a EE.UU. Además, 66.127 niños han viajado so­los, casi el doble del número registrado el año pasado. Ellos forman parte del episodio más reciente de la inmigración ilegal en EE.UU.

A diferencia de olas de inmigrantes previas de principalmente hombres adultos que bus­caban ingresar sin ser detectados, los nuevos inmigrantes indocumentados se rinden ante los agentes en la frontera suroccidental del país y solicitan asilo.

En lugar de desaparecer entre la población, empiezan procesos de de­portación y encuentran refugio entre familia­res o amigos que ya están en el país mientras esperan que un juez decida su futuro.

“Los podemos seguir más de cerca que en olas de migración anteriores porque sa­bemos quiénes son estas personas”, dijo Br­yan Cox, vocero del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas.

En Nueva Orleans, la mayoría de los inmi­grantes son de Honduras. La ciudad tiene lazos con la nación centroamericana que datan de fines del siglo XIX, cuando botes recorrían el Mississippi cargando bananas de sus planta­ciones. Los hondureños adinerados también llegaban acá en busca de servicios médicos o educativos. Después del huracán Katrina en 2005, los hondureños llegaron para trabajar en las obras de reconstrucción y se quedaron.

Ahora, se está produciendo una nueva ola. Entre enero y julio, cerca de 1.300 niños que viajaron solos fueron entregados a auspicia­dores en el estado de Louisiana, la gran ma­yoría en el área metropolitana de Nueva Or­leans. Este nuevo grupo representa cerca de 13% de los niños nacidos en el extranjero del estado, según datos del gobierno. En contras­te, los 3.909 menores que llegaron a California representaron menos de 1% de los niños naci­dos en el extranjero en ese estado.

Bobby Jindal, gobernador de Louisiana, ha criticado al gobierno central por no haber­le notificado que niños no acompañados se­rían ubicados en su estado. Steve Scalise, un congresista republicano de Louisiana, ayudó a redactar un proyecto de ley que aprobó la cámara baja en agosto y que facilitaría la de­portación de los menores.

Entre tanto, en los vecindarios de Nueva Orleans con una alta población de inmigran­tes, líderes religiosos, abogados de inmigra­ción y grupos de defensa se están movilizando para recaudar fondos y encontrar representa­ción legal para los recién llegados.

Durante una noche reciente, 150 personas, incluyendo monjas, sacerdotes y fieles, llena­ron la iglesia de San Antonio de Padua para una charla sobre la situación en la frontera y los inmigrantes. La abogada Kathleen Gasparian habló de una campaña que busca designar abo­gados voluntarios a inmigrantes menores.

En Nueva Orleans Este, un suburbio donde la familia Sierra vive ahora, casi un tercio de las casas ocupadas por latinos en una de las sub­divisiones han absorbido una familia o niño hondureño en los últimos seis meses, según
Cristiane Rosales-Fajardo de Vayla, una or­ganización sin ánimo de lucro creada en los 80 para ayudar a los refugiados vietnamitas.

Un viernes reciente, Fajardo reunió a unas 50 familias para una charla de orientación. Ofreció ayuda con la correspondencia de las escuelas y les aconsejó empezar a preparar los documentos para su audiencia con la cor­te de inmigración, sosteniendo un fólder en el que Sierra ha guardado varios papeles, in­cluyendo un artículo de prensa sobre el ase­sinato de su esposo.

Sierra, de 44 años, llegó a Nueva Orleans después de entregarse a los agentes fronteri­zos en Texas. Les dijo “asilo” cuando ella y sus hijos salieron del Río Grande. Después de unos días detenida y de una entrevista, fueron lle­vados a una estación de buses con la orden de aparecer ante un tribunal de inmigración.

Una vez en la ciudad, se mudaron a la casa de Antonio Ayala, un amigo de la familia, quien llegó a trabajar después del huracán Katrina. Los Sierra ocupan una de las cuatro habita­ciones en la casa que Ayala comparte con tres hombres. Hasta que Sierra tenga un ingreso estable, Ayala cubre su porción del alquiler.

En la escuela Carver Preparatory Acade­my, su hija de 13 años Ángela Karina es una de 46 nuevos alumnos de habla hispana que han sido matriculados, frente a ocho el año pasado. Muchos llegan sin certificados de años cursados y al menos 10 no han asistido a un colegio en el último año.

Representantes escolares dicen que están acostumbrados a estudiantes con desafíos académicos y personales, y les han dado la bienvenida con clases de inglés adicionales y ayuda social en español. El único problema es que el aumento del número de alumnos fue im­previsto y posterior al proceso de contratación de docentes, dijo Stephanie Slaughter, direc­tora de servicios de intervención de Carver. Para compensar por los gastos extra, la escuela planea solicitar subsidios.

Ángela Karina regresó a casa con una son­risa después de su primer día de escuela. Su hermano, José Alfredo, de 11 años, dijo que también estaba disfrutando de la escuela, pero que cuando su mente divaga, se siente triste por su papá.

Por su parte, Sierra ha empezado a limpiar casas y a hacer trabajos de pintura para ganar algún dinero. Esta nueva casa no es la que soñó, dice, pero al menos se siente segura.