ecién se había inaugurado la avenida Lempira, habían colocado la estatua de aquel héroe que murió en el Congolón, al lado de la estatua colocaron dos leones que llamaban la atención de los niños, frente a la estatua había un comedor que en honor al cacique le habían puesto por nombre 'Comedor el Indio'. Poco a poco, los jóvenes enamorados se daban cita en esa avenida a la que finalmente apodaron como la avenida Los Leones.
Cabe mencionar que había pocas casas en esa zona; al final está ubicado el cementerio de la ciudad.
Un taxista de nombre Pastor que se había retirado de su oficio, era de los que frecuentaba el mencionado comedor, ahí se reunía con sus viejos amigos, hablaban de un reciente pasado, mujeres, aventuras, peligros y todas esas cosas que le ocurren a un motorista.
Treinta centavos costaba una carrera en la ciudad de San Pedro a cualquier punto sin importar cuántas personas viajaban.
Eran los tiempos en que un galón de gasolina costaba 15 centavos, aunque a los lectores les parezca increíble.
Una tarde entre risas, comidas, cervezas y tazas de café, unos jóvenes curiosos se acercaron a don Pastor para preguntarle si era cierto lo que se contaba sobre su persona, a él no le gustaba hablar de lo que había sucedido. Ante la insistencia de los jóvenes que eran estudiantes del instituto José Trinidad Reyes les pidió que se sentaran. No sólo los muchachos mostraron interés en lo que el señor Pastor relataría, sino que casi todas las personas que allí se encontraban hicieron una rueda interesados en escucharlo.
Mientras daba un sorbo de café dijo: 'Hace algún tiempo su servidor se dedicaba a recorrer las calles de la ciudad en un viejo turismo Ford, la gasolina era barata, no había necesidad de recorrer constantemente las calles, la gente ya sabía que los taxis los encontraba a un costado de la Municipalidad o cerca del palmeras. Por las noches yo tenía mis clientes que iban a función de las nueve al cine Colombia. Me estacionaba en el gran solar baldío que había frente al cine, todo eso estaba vacío, había muchos solares llenos de monte en aquellos días, por cierto que algunos artistas internacionales actuaron en ese cine.
Había una muchacha que me gustaba, siempre iba al cine con su hermano mayor y yo los llevaba en el taxi. Vivían allá por la salida a La Lima, recuerdo que por esa zona había mucha actividad de la gente.
No se me olvida el nombre de la joven, se llamaba Noemí, tenía un apellido como italiano que no recuerdo. Dos veces por semana iban a ver las películas, a veces hasta tres, según los programas que se repartían en la calle.
Mientras el señor Pastor contaba su historia, todos los que llegaban al comedor aumentaban la rueda de curiosos, la gente estaba de pie y muchos niños sentados en el suelo.
El taxista continuó con su historia: había mucho entusiasmo para ir al cine en la noche, la situación era diferente, muchas casas tenían sus puertas abiertas durante la noche, no había tanta delincuencia, la gente era honesta y muy unida. Yo no fallaba estacionado en aquel solar con la esperanza de ver a Noemí, era un amor de ojos, nunca le dije nada por el hermano, pero me echaba unos ojos la condenada que para qué les cuento.
Aquella noche fui a dejar a unos pasajeros y por último llevé a Noemí y a su hermano a la salida de la Lima, me despedí de ellos como siempre y tomé rumbo al centro de la ciudad. En el camino me hizo señal de parada una muchacha, ¿va libre me preguntó?, ¿me puede llevar? Abrí la puerta trasera y ella entró.
Estaba rogando a Dios para trasladarme a mi casa, dijo ella, por suerte usted apareció. ¿Adónde la llevo?, le pregunté. Por favor lléveme al final de la avenida Lempira, andaba haciendo un mandado y las horas se fueron volando, cuando uno platica pierde la noción del tiempo.
Antes de llegar a la avenida Lempira la vi que buscaba algo en una pequeña cartera.
Me va a disculpar Señor, pero dejé el dinero, mañana se lo voy a dar allá en aquella casa adonde me recogió; para que no dude de mí le voy a dejar este anillo de oro.
No le dije nada, metí el anillo en la bolsa de mi camisa. La deje allí al final de la avenida, en la entrada del cementerio, me dijo adiós y desapareció.
En ese momento sentí que mi cuerpo se estremecía. Al siguiente día pasé cobrando la carrera, toqué la puerta de la casa, una señora abrió y le conté lo de la muchacha, se puso pálida y casi se desmaya… 'Era…era mi hija, ese anillo es de su boda….ella…ella falleció, hace cinco años', me dijo la dama. Estuve enfermo de los nervios una semana. Quizás ustedes digan, pero por treinta centavos regresó: antes 30 centavos costaba ganarlos.
Eso fue lo que contó el señor Pastor.