De muchas maneras, los actos de corrupción, sobre todo en países como el nuestro, se parecen mucho al hambre devoradora de las crías de la alacrana, que se ceban en su madre. Si bien es cierto, el latrocinio será siempre una lacra moral doquiera se realice, reviste mayor gravedad cuando se comete en una nación empobrecida, con recursos exiguos y necesitada de todo. Aumenta, pues, la maldad del delito, el hecho de que se lleve a cabo en un país como el nuestro, en circunstancias tremendamente calamitosas cuando hay miles de hondureños sin empleo y, sin exagerar, pasando hambre.
Y no es que la corrupción y el latrocinio, el uso de los bienes públicos para fines personales, sean nuevos en Honduras. Lo que pasa ahora es que hay muchos más medios a la mano, las redes sociales entre ellas, para que los hechos sean conocidos por las mayorías y se genere una opinión pública crítica. Encima, cuesta creer que los escándalos de corrupción se sigan dando en medio de una pandemia que ha colmado los centros de atención sanitaria, públicos y privados, y que ya ha arrojado más de un millar de muertos.
Esta Honduras irredenta ha visto, con dolor, como es lógico, cómo algunos de sus hijos han aprovechado cada situación posible para esquilmarla, para espoliarla, para exprimirla. Y es tiempo que sus hijos buenos, que los hay, que son la mayoría, se planten y salgan en su defensa. Porque da pena cómo se nos exhibe internacionalmente, cómo propios y extraños se aprovechan de nosotros para obtener ganancias fabulosas y enriquecerse rápidamente a costa nuestra.
Ha llegado el momento de reaccionar. De hacer un sincero y profundo examen de conciencia para no caer en la complicidad; porque cuando nos hacemos de la vista gorda, cuando no denunciamos, estamos siendo cómplices. Estamos, como los hijos de la alacrana, matando a la patria que nos ha visto nacer.