Tanto en su patria como en la nación en donde han ingresado, en búsqueda de paz y oportunidades laborales, sus derechos humanos han sido violados, tanto aquí como allá.
Nuestra Constitución Política vigente, en el Título III: De las Declaraciones, Derechos y Garantías, otorga a nuestros compatriotas derechos individuales, sociales, del trabajo, de la seguridad social, de la educación y cultura, de la vivienda, y en el Título IV, Garantías Constitucionales.
La Carta Magna de los Estados Unidos de América garantiza que ninguna persona, nativa o extranjera, debe ser despojada del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad, sin el debido proceso legal.
En el Congreso de la Unión Americana se ha aprobado la
Ley Laken Riley, misma que autoriza el arresto y deportación de migrantes, sin conceder el derecho a la defensa. A los que aún permanecen en ese país, se les niega asistencia legal impartida por organizaciones civiles humanitarias.
Y aquellas (os) detenidos en su empleo, en escuelas, iglesias, centros recreativos, son deportados, esposados y encadenados, cual si fueran terroristas, irrespetando la dignidad que toda persona merece, además de ser despojados de sus pertenencias.
No olvidamos lo acaecido durante el primer periodo presidencial de Trump, la cruel separación de familias, como medida punitiva y disuasiva, en que la compasión y la piedad brillan por su inexistencia. Por el contrario, se les sataniza atribuyéndoles la autoría de las complejas problemáticas en que está sumida la sociedad estadounidense.
El derecho al asilo solicitado por quienes poseen razones válidas, debidamente comprobadas, que les impiden retornar a su país de origen, ya que de hacerlo se exponen a todo tipo de represalias, ahora ha sido suprimido.
Tanto su éxodo desde Honduras como su captura en Estados Unidos han sido experiencias traumáticas. Regresan al hogar común sumidos en incertidumbre y desaliento, sin perspectivas firmes, garantizadas, de poder encontrar empleo que les permita subsistir a ellas (os) y sus familias, libres de inseguridad en sus vidas, en un clima de violencia cotidiana que cobra víctimas, tanto entre menores como adultos, pobres y pudientes, en áreas urbanas y rurales.
Tal es la dramática realidad actual de hondureñas y hondureños, atrapados en laberintos sin salida.
Estas circunstancias obligan a nuestras autoridades a ejecutar acciones firmes de atención de esta problemática, lo que incluye, no solo los programas de atención a quienes han sido ya deportados, y los muchos más que vendrán en los próximos meses, sino también de impulsar políticas de atención de la demandas de toda la población hondureña.