Antes del advenimiento de las pantallas: tabletas, celulares, computadoras portátiles, etc, lo normal era que, si uno estaba en la sala de espera de una clínica, en una estación o terminal de buses, en el aeropuerto o en cualquier sitio en el que dos o más personas coincidieran, se entablara una conversación que, a lo mejor, comenzaba con temas intrascendentes, pero que también podía terminar en el establecimiento de unos lazos de amistad, o de noviazgo, incluso.
En la familia, a pesar de la omnipresencia del televisor, sus miembros encontraban las ocasiones para intercambiar impresiones, para dar cuenta de sus rutinas diarias, para compartir alegrías y pesares. Igual en los ambientes laborales: la tertulia alrededor del café, o a la hora del almuerzo era infaltable.
Hoy, en la casa, en la oficina, en los lugares de coincidencia común reina el silencio. El poder de las pantallas es demoledor. Es común ver a niños muy pequeños embebidos en un juego, a adultos respondiendo correos a deshoras, a muchísima gente viendo series mientras come. Y es muy triste.
Los seres humanos nacimos para interactuar con otros seres humanos, para vernos a los ojos, para percibir la impresión que causamos en los demás, para ser testigos de las reacciones que diversas situaciones provocan en quienes las experimentan. Pero nos hemos ido aislando, encerrándonos sobre nosotros mismos, enconchándonos con nuestras pantallas.
Y lo anterior no es sano, porque no es natural, no estamos “hechos” para aislarnos del mundo y de su gente. De ahí que, además de las dificultades que han surgido en las relaciones interpersonales, se haya llegado a lo psiquiátrico. Los despachos de los psicólogos clínicos y de los médicos psiquiatras están llenos, hace falta hacer una espera de semanas o meses para lograr una cita. Niños, jóvenes, adultos, gente de todas las edades con padecimientos ligados con la ansiedad y la depresión. Una pandemia terrible.
Las personas necesitamos hablar, tener esas catarsis sanadoras que se logran conversando con el prójimo. Necesitamos desahogarnos, quejarnos, llorar y reír acompañados. Cuando las tristezas no se comparten hacen daño, enferman, intoxican; cuando las alegrías no se comparten pierden parte de su esencia.
Algo habrá que hacer. En muchos países del primer mundo han comenzado por prohibir teléfonos celulares en las escuelas y colegios. En muchos hogares han comenzado a establecer horarios de uso o a prolongar la edad para comprar el primer aparato a los hijos. Es necesario que la sensatez prevalezca o acabaremos por vivir como islas, rodeados de otras personas, pero indiferentes a su presencia. Poco más que trágico.