Honduras no ha sido la excepción. Casi a diario se reporta el fallecimiento de una o más personas que laboraban en el sector salud, tanto en el sistema público como en el privado. En el mundo entero se les ha catalogado, no sin razón, de héroes; en reconocimiento a esa entrega a su misión que los llevó a ofrendar su vida para devolverle la salud a los demás.
En Europa, sobre todo en España y en Italia, en los momentos más críticos de la crisis, se hizo costumbre que, a cierta hora de la noche, la población saliera a los balcones de sus apartamentos o a las puertas de las casas a brindar sonoros aplausos a los trabajadores de la salud, como un humilde y sentido homenaje a su heroísmo. En nuestro país también, en más de una ocasión, se invitó a la ciudadanía a imitar esta acción, y, miles de hondureños, desde nuestros hogares aplaudimos a nuestros médicos y enfermeras por su abnegada labor.
Claro, no han faltado casos; y es que el ser humano es impredecible, en los que trabajadores sanitarios fueran víctimas de discriminación, de violencia, incluso, de parte de vecinos ignorantes o dueños de viviendas, llenos de prejuicios que veían en ellos a portadores de contagio. Pero, afortunadamente, estas fueron las excepciones.
Sin embargo, aunque los aplausos tienen sentido, y, seguramente, habrán dado alguna satisfacción a aquellos a quienes iban dirigidos, la verdad es que el mejor homenaje que se le puede brindar a esta gente que se juega cada día la vida por los demás, es el de una conducta responsable que impida que se vea obligada a trabajar hasta la extenuación o llegue a perder la vida por nuestra inconsciencia, por nuestra irresponsabilidad.
Desde ninguna perspectiva es justo que haya hombres y mujeres que tengan que morir porque el resto de la población no toma las precauciones que se nos han repetido hasta la saciedad y que frívolamente ignoramos. Estos héroes, más que aplausos, necesitan más respeto a su labor y una correspondencia mayor a la arriesgada tarea que desarrollan días y noches enteras.