Claro está, y se ha repetido hasta la saciedad, que los saltos hacia el desarrollo sostenible pasan por grandes saltos en la calidad de la educación que se ofrece a la niñez y a la juventud, por eso es que los Gobiernos deben tener la meridiana convicción de que el dinero mejor invertido es el que se invierte en educación y que, aunque haya una notable mejoría en el sector salud o en el de las comunicaciones de distinto tipo, si los que van a hacer uso de los hospitales o las carreteras son una especie de analfabetas funcionales no van a aprovechar ni a cuidar como se debe esos servicios, ya que la manera en como un individuo se relaciona con su entorno está directamente relacionada con su nivel educativo, con sus referencias culturales.
Y de lo anterior debemos estar convencidos todos los que formamos la gran comunidad educativa nacional: alumnos, padres de familia, docentes, autoridades, medios de comunicación, etc. No hay manera en que podamos salir adelante ni resolver el cúmulo de problemas que arrastramos desde hace décadas si nuestra gente joven no tiene la posibilidad de elevar su calidad humana por medio del estudio, del acceso a la ciencia, de la comprensión científica de los fenómenos naturales y sociales.
El reto es imponente, como lo ha sido para cualquier sociedad que aspira al progreso, pero debemos enfrentarlo. Estamos acercándonos al bicentenario de la independencia patria y gastando el primer cuarto del siglo XXI, de modo que debemos sentir el apremio por correr al mismo ritmo que los tiempos o llegaremos a noviembre con una sensación de frustración, de tiempo perdido, de tristeza, por no haber hecho lo que debemos en un asunto tan importante.