Desde hace muchos años este mes de septiembre, casi por concluir, ha sido bautizado como el Mes de la Biblia, y, en concreto, el último domingo como el Día de la Biblia. Hay, de hecho, un decreto legislativo de 1987 que da carácter oficial a la celebración, pero, desde mucho antes, las iglesias cristianas han aprovechado septiembre para destacar la importancia radical que tienen los textos sagrados para la vida espiritual y para la conducta cotidiana de los miembros de la sociedad humana.
Y se ha escogido septiembre porque, desde hace varios siglos, el 30 de septiembre se ha acostumbrado recordar la figura de San Jerónimo, llamado el dálmata, porque nació en la antigua provincia romana de Dalmacia, en el siglo IV después de Cristo. Este Jerónimo, que tuvo una muy larga vida, si se toman en cuenta las condiciones en que se vivía en esos tiempos, dedicó muchos años de su dilatada existencia a una labor monumental: traducir, del hebreo y del griego, al latín, las Sagradas Escrituras, para poder ponerlas al alcance del hombre común. Desde entonces, y salvo algunas especiales circunstancias históricas, el pueblo ha tenido acceso a la Biblia en la lengua que puede comprender. Además, en esa versión conocida como la Vulgata se basaron luego las traducciones que se hicieron a las distintas lenguas.
Para los cristianos, la Biblia es, por definición, la Palabra de Dios; en ella se contiene, más que nada, la Historia de la Salvación: la creación y caída del género humano, la promesa de la redención y el cumplimento de esa promesa en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Más que la sucesión de eventos históricos, de los que hay muchos en ella, lo importante es el mensaje que contiene; un mensaje que devuelve la esperanza, que da sentido a la existencia, que nos remite al autor y consumador de la fe: Dios mismo.
Lámpara es a mis pies tu palabra, reza el Salmo 119. Porque el mensaje de la Biblia ha iluminado siempre, y continúa iluminando, el caminar del ser humano por este complejo mundo en que nos movemos.