La niñez suele ser la etapa más feliz en la vida de las personas. La inocencia, una sana irresponsabilidad y despreocupación por los medios materiales para sobrevivir y una clara confianza en padres y maestros, hacen de la infancia la edad de los sueños, de la fantasía, de la alegría motivada por las cosas pequeñas y sencillas, por eso es que los adultos añoran, en distintos momentos, esa niñez perdida, esos años que se recuerdan con nostalgia.
Se realizó, recientemente, una actividad que, desde hace algunos años, se ha vuelto tradicional en el hemiciclo legislativo, el Congreso Infantil. Como en otras ocasiones, los escolares que han representado a los distintos departamentos de Honduras han pedido en sus debates educación de calidad, salud y armonía social para todos. Ha llamado la atención su conducta ejemplar que ha contrastado con las actitudes mostradas hace unas semanas por algunos diputados del Congreso de la República.
Hay, sin embargo, en nuestro país, muchísimos niños que no van a la escuela, que deben incorporarse por temprano a la economía de supervivencia, que conviven, diariamente, con la violencia y con el maltrato físico y verbal, que crecen y se desarrollan en ambientes en los que pronto se pierde la inocencia y resulta menos fácil soñar y echar a volar la imaginación.
Esta niñez en desventaja y en manifiesto riesgo social debe ser preocupación y prioridad tanto para los que dirigen este país como para toda la ciudadanía. Una infancia que en lugar de dejar recuerdos dulces los deja amargos, que en lugar de ser el momento en el que se construyen personalidades sanas deja huellas dolorosas, se convierte en el caldo de cultivo de conductas antisociales, de caracteres enfermos. De ahí que urge trabajar por nuestros niños, para que crezcan sobre todo psíquicamente sanos y puedan convertirse en adultos equilibrados que contribuyan al desarrollo de la patria