A estas alturas, después de nueve elecciones generales, el inicio de un nuevo gobierno se percibe con más dudas que con esperanzas. No es para menos, los gobiernos y el sistema político en general han demostrado su incapacidad no solamente de administrar el país, sino que no han podido ser un factor de unidad en la nación.
Con la toma de posesión de Juan Orlando Hernández nuevamente se percibe esa tendencia: las expectativas de la gente son cada vez más moderadas. Creo que los más entusiastas quizá esperen que en los próximos años la situación al menos no empeore, pese a haber descendido ya lo suficiente.
Hernández llega al poder condicionado por su partido que ha sabido trabajar exitosamente en tiempos políticamente inestables. Ha logrado recibir el poder de otro presidente nacionalista muy castigado por la impopularidad y en medio de una crisis política aguda. Pero ese partido sigue siendo el mismo que, atado a los círculos de poder, trabaja con una visión sectaria del ejercicio de las funciones públicas. Intentar desmarcarse para acercarse a una visión más democrática del poder será muy difícil.
Llega a la presidencia cuando los niveles de desprestigio de las funciones públicas son tales que cada acción de política pública solo despierta el comentario mordaz del ciudadano, acostumbrado a entender que detrás, escondida con cuidado por las negociaciones, siempre hay una movida. Luchar y tener éxito contra ese desprestigio con medidas de política convincentes no se logra de la noche a la mañana, ni con las mismas personas de siempre, acostumbradas a la política entendida como arreglos para afianzarse en el poder.
Finalmente, la inspiración ideológica de su grupo sigue siendo esa desgastada historia de las ciudades modelos, de los milagros del mercado libre y desbocado que supuestamente se autorregula, de las élites económicas merecedoras de exoneraciones, garantías y protección extrema para que prosperen sus negocios y de la compensación social para tranquilizar los ánimos de los descontentos. Guiarse por esa ideología más bien nos seguirá hundiendo en la creciente desigualdad e ingobernabilidad; no podrá esconderse de la mirada crítica por más populismo que se inyecte a su discurso y a su gestión administrativa.
Sin embargo, lo mejor es no esperar. Al fin y al cabo el protagonista de todo son los ciudadanos que en efecto día a día luchan arduamente por su sustento y el de los suyos. Los que construyen la vida del país son todas esas personas que día a día luchan sin esperar que algo llegue. En particular, no se puede desear un fracaso al nuevo Gobierno. Fracasa el Gobierno y en gran medida es una puñalada más para el pueblo. Pero ahora, ante un país sumido en las garras de la pobreza, corrupción, cautivo del narcotráfico que se pasea libremente en la política y en los negocios, necesitamos de ciudadanos y políticos más comprometidos con un país que amenaza con fracasar si seguimos el mismo camino.
