17/04/2024
01:05 AM

¿Ser y saber...o tener?

Roger Martínez

No olvido el comentario de mi madre cuando, muy seguro de lo quería hacer en mi vida, confesé que quería estudiar literatura. Estaba en último año de bachillerato, tenía 16 años, y clara conciencia de que las matemáticas no se me daban, que era incapaz de trazar una línea recta y que las ciencias de la salud, todas ellas, me provocaban cierta náusea. Así que, tenía plena certeza de que lo mío eran las humanidades. Era el menor de cuatro varones; uno médico, otro veterinario y otro estudiante de ingeniería, por lo que ella, mi mamá, esperaba que llegara a ser, por lo menos, arquitecto. Dijo algo así como que me moriría de hambre o que se desperdiciaría mi talento, porque fui bastante buen estudiante en secundaria. Mi padre, afortunadamente, dijo que yo estudiara lo que yo quisiera y que contara siempre con su apoyo. De modo que me embarqué en mis estudios lingüísticos y literarios recién cumplidos los 17; primero en la Universidad Autónoma de Puebla, México; en donde habían estudiado dos de mis hermanos mayores, y, luego, realicé la mayor parte de mi travesía universitaria en la Unah, en la que me gradué de licenciado.

¿Y a qué viene introducción tan larga, y con tantos detalles biográficos que a bien pocos importarán?

Es que, nunca ha dejado de sorprenderme cómo, ya desde que un hijo decide elegir carrera, los padres primero pensamos en el bienestar material que con ella van a lograr. Es algo totalmente legítimo, y hoy entiendo más que entonces a mi madre, porque hay obligación de ganarse la vida de la mejor manera posible, para vivir dignamente, pero, justamente, esa misma dignidad no se lleva necesariamente por el hecho de contar con muchos bienes materiales, viajar mucho o darse bastantes lujos, sino como producto de una conducta en la que se trasluzcan unos valores y se ejerciten unas virtudes humanas, que nos lleven a contemplar la existencia desde una perspectiva más cerebral, más intelectual, incluso más espiritual, y que nos encaminen a buscar la felicidad más allá de los “trastos” que se puedan coleccionar, que, al final, terminarán por estropearse, acaban irremediablemente en la basura, aunque antes no hayan quitado el sueño y hecho sudar a lo bestia. Luego de cierto kilometraje recorrido, en noviembre cumplo 60; igual que cuando tenía 16, pienso que es más importante ser y saber, que tener. De hecho, trabajando en áreas relacionadas con la educación y con las letras he podido vivir decentemente y sacar adelante a mi familia con decoro. De estudiante muchas veces renuncié a comprarme algo de comer por comprar un libro. Y hoy concluyo que esas decisiones fueron soberanamente sabias.