Recuerdo como si fuera hoy el día que nació mi hija Mercedes Margarita. Es la tercera de mis cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. En la tarde de ese primer día llevé a sus hermanos mayores a conocerla. Rocío, la mayor, tendría unos cinco años y Emilio unos tres. Los dos estaban ansiosos de conocer a la esperada hermanita. Cuando llegamos, después de visitar a mi esposa en el cuarto de la maternidad, pasamos a la sala de bebés, yo hablé con la enfermera encargada y ella acercó la cunita a una ventana para que pudiéramos verla. Rocío literalmente pegó la nariz y las manos al vidrio, y yo cargué a Milo para que pudiera también conocerla. Recuerdo lo absorto que ambos estaban, con una sonrisa entre alegre e incrédula, viendo ese milagro que representa cada bebé que viene al mundo. Yo tenía un nudo en la garganta. Me sentí tan emocionado con la escena que muchos, muchos años después, puedo aún cerrar los ojos y volver a verla con toda claridad. Recuerdo también lo que pensaba en aquel momento, lo agradecido que estaba con Dios por darnos a Margarita y a mí esos hijos. Y también la responsabilidad que sentí en ese momento, como padre, por su futuro. La escena se repitió, después, con la llegada de Luis Ángel, el más pequeño de la familia.
Creo que Dios nos concede la paternidad. En realidad, los hijos vienen de Él, y no de nosotros, sino a través de nosotros. Y junto con el privilegio de tenerlos nos concede la obligación de apoyarlos y formarlos para el futuro. Darle acceso a la mejor educación es necesario, pero además hay que respetarlos, amarlos intensamente, ayudarles a descubrir su enorme potencial, que sean seguros de sí mismos, que se puedan comunicar con facilidad y aceptar que piensen diferente.
Pasaron rápidamente los años, crecieron, tuvieron a sus vez sus hijos. Y ahora sé que la llegada de los nietos es una de las mayores alegrías que Margarita y yo sentimos. Ella, mi compañera, la madre de mis hijos, partió a la eternidad hace ya dos años y me sigue haciendo mucha falta. Eso produjo muchos cambios en la familia. Excepto el amor y la atención de mis hijos y mi amor por mi familia.
LO NEGATIVO: Esa incomprensible paternidad insípida e insensible.
LO POSITIVO: Sentir el privilegio de ser padre y agradecer a Dios por ello.
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