Todos los países del mundo tienen sus contrariedades en cuanto al ejercicio político.
Es absolutamente normal que en los escenarios democráticos las instituciones partidarias tengan sus propias posturas ideológicas y de pensamiento que los lleva a comportarse de determinada manera en el ejercicio de la política.
Desde España, Italia, Sudáfrica, Estados Unidos, Chile, Australia, México, y por supuesto, Honduras, la democracia se construye o destruye de acuerdo con los estándares de madurez que llega a alcanzar su población y sus instituciones públicas.
En nuestro caso particular los niveles de polarización lleva a los opositores políticos hasta a denigrar terriblemente a los contrarios: cachunarcos, ñángaras, paulinos, son solo unos cuantos epítetos que se dejan escuchar en los actores políticos, y aun en el ciudadano común usuario de las redes sociales. Esto nos ha llevado a ser expertos en utilizar el argumento “ad hominem” que consiste en un tipo de falacia que da por sentada la falsedad de una afirmación tomando como argumento quién es el emisor de esta. Acá se intenta desacreditar a la persona que defiende una postura señalando una característica o creencia impopular de esa persona, en vez de criticar el contenido del argumento que defiende la postura contraria.
A manera de ejemplo, para los opositores, todo lo que diga, haga, o deje de hacer o decir la presidenta Castro estará mal y con matices para señalarse de manera negativa; así también, al contrario, para los funcionarios oficialistas todo lo que digan hagan o expresen los opositores estará bajo el criterio de “y por qué no dijo o hizo nada en los últimos doce años...”. En el fondo, eso es una demanda de coherencia y de integridad, es advertir que solo se aceptará como válida la interlocución de alguien que se ha mantenido firme con convicciones adecuadas que le hacen digno de respeto aunque sea un pensamiento divergente al nuestro.
Pero ese nivel de coherencia política es aún distante en nuestras honduras.
