Se dice que el Salmo 19 es una composición lírica de David que en sus párrafos iniciales exalta la labor de Dios como creador. El verso 1 resalta la grandeza divina por medio del cielo azul.
Los días y las noches lo comentan entre sí sin lenguaje ni palabras, escribe en el 2. Y en los versículos 5 y 6 se habla de cómo el sol sale por un lado y se oculta por el otro, sin que nada ni nadie se libre de su calor.
Sin embargo, en los versículos 7 y sucesivos su enfoque cambia. Ahora este se centra en las Escrituras. “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo”, escribe en el versículo 7. “Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón; el precepto de Jehová es puro, que alumbra los ojos”, escribe en el 8.
Pero ¿por qué este cambio súbito?
Porque Dios se ha revelado tanto en la creación como en las Escrituras, y ambas son eficientes expresiones de quién es Él. Aun así, existe una revelación más a través de la cual Dios se ha dado a conocer al ser humano de manera definitiva. Esta revelación es Jesús.
El escritor del libro de Hebreos lo presenta así: “En el pasado, Dios habló a nuestros antepasados por medio de los profetas, en muchas maneras, parciales y variadas. En estos últimos días, Dios nos ha hablado de nuevo a través de su Hijo.
Él creó todo el universo por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo lo que existe. El Hijo muestra la brillante grandeza de Dios; es la imagen perfecta de todo lo que Dios es y sostiene todo el universo por medio de su poderosa palabra” (vv. 1-3, PDT). Como bien lo expresara un autor, “el favor máximo de Dios no está en las cosas, sino en su presencia, y Él no nos priva de ella”.