23/04/2024
03:07 PM

La mascarilla

Henry Asterio Rodríguez

Desde el pasado 20 de abril, en España se han dejado de utilizar las mascarillas, reservando su uso obligatorio para el transporte público, centros de salud, hospitales y residencias de ancianos. Es todo un parte aguas en la manera en que se ha venido enfrentado esta pandemia. Pues desde hace dos años, por nuestra seguridad y la del prójimo, alrededor del mundo nos vimos obligados a cubrirnos el rostro, dejando a la vista únicamente los ojos, y velando, hasta cierto punto, la propia identidad. En Honduras, lamentablemente, aún tendremos que esperar para recuperar la normalidad de ir sin mascarilla. Pero lo cierto es que durante este tiempo hemos redescubierto el valor humano que tiene el presentar el rostro al desnudo, pues asociar el nombre de alguien a su cara es una de las cosas más humanizadoras que poseemos las personas, algo que esta pandemia nos ha arrebatado.

En consecuencia, las relaciones interpersonales han ido mutando. Y es que al comunicarnos de forma verbal, nos apoyamos en los gestos de los otros, por ejemplo, una sonrisa o una expresión de desagrado, lo que con el uso de la mascarilla se ha visto afectado. Para mí, fue muy curioso cómo después de cuatro semestres de estudiar juntos, pude ver, por primera vez, la cara de mis profesores, y la de mis compañeros. Parecía como si todo fuera nuevo de repente, incluso los rostros que me había imaginado, para algunos, eran completamente diferentes, ya que la mente tiende a dibujar una versión de aquello que se le presenta incompleto. Lo importante es recordar que, con o sin mascarilla, se ha de procurar humanizar las relaciones interpersonales, y esto quiere decir hacer que el ser camine hacia el deber ser. Orientando la conducta hacia la mejor versión que podamos y haciendo de las circunstancias, a pesar de lo negativo y los pesares, la mejor de las situaciones. Una, en la que pueda surgir la fraternidad como lugar de convivencia, encuentro, servicio y oración. En donde el otro no sea alguien anónimo, sin rostro, sin nombre, sin historia y, por lo tanto, sin valor, cuya vida y destino, importen poco.

No podemos permitir que esta pandemia deje en el corazón un halo de indiferencia y anonimato, que aniquile los lazos humanos, aumentando la distancia y el desamor. Por el contrario, es menester personal y social, el cobrar conciencia que, al haber salido indemnes de esta crisis sanitaria, nos une la gratitud a Dios por seguir vivos, y la responsabilidad de poner en práctica la lección que, ojalá, hayamos aprendido. Recordando siempre, el rostro más importante que hemos visto durante los días oscuros, el rostro de Cristo. Presente en cada amigo y en cada hermano que ha estado a nuestro lado.