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Deben ser los años

  • 10 enero 2023 /

El fin de semana recién pasado terminamos de “desmontar” la Navidad en casa. Como siempre, me tocó quitar los adornos y desarmar y guardar el árbol. El lunes que me levanté tenía la sensación de estar en una dimensión desconocida: no más toallas navideñas para secarse las manos en el baño ni en la cocina; donde estuvo el nacimiento de nuevo estaban las fotos de los hijos cuando hicieron su Primera Comunión; no más luces en las gradas para acceder al segundo piso... como si aquellos días en los que tarareaba villancicos todo el día, casi desde mediados de octubre, no hubieran existido.

No sé si todos los años me ha pasado lo mismo, porque, con el paso de los años cuesta un poco más hacer memoria. Lo cierto es que me sobrevino una notable nostalgia de los días vividos las semanas anteriores y un fuerte deseo de que los meses corran para estar de nuevo desempolvando la decoración y las luces para esperar y vivir la Navidad.

Deben ser los años. Los años que se van acumulando sin que tengamos clara conciencia de ello, y que nos van enseñando a valorar mejor lo que realmente vale y que nos provocan unos impactos afectivos cada vez más profundos. Porque, durante las primeras décadas de la existencia, vivimos obsesionados por el futuro, damos poca importancia a los recuerdos y nos metemos en una vorágine de actividades que apenas y nos dejan disfrutar a las personas y a las cosas verdaderamente importantes. Claro, a esas edades hay que ganarse el pan de la mejor manera posible, juntar el dinero para pagar la educación de los hijos, ver la manera de ser elegible para una hipoteca, hacerse un hueco en la vida laboral y social, etc. Y eso es válido y legítimo. Pero deja poco tiempo para disfrutar de la esposa y de los hijos, para tomar una cerveza con los amigos, para hacer deporte, para leer, para rezar, para vivir, en fin. Luego, cuando se pierde agilidad física y mental, cuando ya hemos perdido a nuestros padres y hemos dado el pésame a muchos amigos que han perdido a los suyos; incluso, cuando hemos enterrado a algunos de esos amigos, las cosas cambian; el sentido y el valor que damos a las personas y a los acontecimientos se transforman. Por eso, el inicio, y el final, de la Navidad, adquiere otro peso y otros matices. Porque se pasa más tiempo con la familia, porque ninguna otra época del año resulta tan entrañable, y, por qué no decirlo, porque ya no se tiene certeza si no será la última que se viva y se disfrute.