Resulta que para algunas personas la elección del bien es fuente de tristeza. Esto se debe a que cuando nos decidimos por algo también debemos renunciar al resto de las opciones y, por lo mismo, entender que elegir es renunciar. Y, claro, la vida nos coloca muchas veces en la tesitura de decidir entre bienes aparentes y bienes verdaderos, o entre el deber y el placer, y, justamente, optar por un bien objetivo, verdadero, no siempre contrae el disfrute de un placer, sino todo lo contrario.
El cumplimiento de ciertos deberes puede resultar poco atractivo e, incluso, ser causa de incomodidades y sufrimiento. Cuidar un enfermo, hacerle compañía a una persona mayor, repetir mil veces una rutina, someterse a determinado régimen alimenticio, soportar el mal genio de alguien con quien debemos convivir o trabajar, aceptar las limitaciones propias del estado de salud o de la edad, etc., si no se reconocen como acciones objetivamente buenas que nos permiten ejercitar una serie de hábitos éticos y, por lo mismo, nos hacen mejores seres humanos, llegan a ser auténticas fuentes de tristeza e insatisfacción. Con la alegría se comete el error de no reconocerla como virtud, como hábito ético, y solo considerarla como un estadio de ánimo, como una de las tantas emociones que experimenta el hombre. Sin embargo, como el resto de la virtudes, la alegría puede ejercitarse y llegar a ser pieza fundamental de esa serie de disposiciones estables que definen un carácter o construyen una personalidad.
Identificar a una persona virtuosa, a un hombre o una mujer que batallan por comportarse éticamente, con el genio avinagrado, la insensibilidad o la incapacidad de soltar una sonora carcajada, es equivocarse de cabo a rabo, ya que la elección del bien, la opción del deber por sobre el puro placer, genera una íntima alegría que luego sale a la superficie y se trasluce en un rostro sereno, en una sonrisa que no puede disimularse.
Además, la alegría que produce la realización de una buena acción no requiere estimulantes artificiales, por lo que no hay peligro de jaquecas ni malestares posteriores, y el mundo necesita gente alegre, optimista, jocunda, ya que de encapotados y amargados estamos hasta la coronilla.