Ya hay en el país y en el mundo toda una legión de canallas ilustrados que desconocen la diferencia entre el bien objetivo y el mal proceder, que ignoran totalmente el verdadero sentido de la libertad humana, que no saben cuál es la necesaria relación entre el ejercicio profesional y la conducta ética.
Así, en Honduras y más allá, hay abogados que son expertos en torcer la ley; ingenieros que, con tal de ahorrarse dinero y obtener mayor beneficio económico en un proyecto, rebajan la calidad de los materiales; médicos que aconsejan una intervención quirúrgica más pensando en su ingreso que en la salud del paciente; contadores que maquillan una declaración de impuestos para evitar el pago de unos impuestos a los que la justicia contributiva obliga; enfermeras que se hacen sordas a los reclamos de un enfermo adolorido; docentes que o no preparan bien sus clases o no revisan a conciencia el trabajo de sus alumnos.
Y podría ampliar el elenco con “profesionales” de otras procedencias que desconocen la relación entre el ejercicio laboral y los valores, entre la conducta ética y el quehacer cotidiano.
El problema es que el auténtico desarrollo social demanda no solo conocimientos, posesión de destrezas o habilidades, competencias técnicas, sino comportamiento genuinamente humano. Desde las instituciones educativas, y la familia es la primera de ellas, no basta con enseñar un currículum académico, sino también modelar unos valores, ayudar a ser hombres y mujeres íntegros, completos, éticamente comprometidos. O seguiremos como hasta ahora: éticamente agonizantes, viviendo en la jungla moral más oscura, rodeados de corruptos, de canallas ilustrados.
La tarea nos compete a todos y es imponentemente compleja, pero urgente, o el país terminará por perecer. Así es de grave la situación.