Es claro que con la pandemia el proceso de comunicación humana se ha visto alterado, de alguna manera interrumpido. Es cierto que las personas hemos continuado en contacto y que emitimos y recibimos mensajes, incluso con mayor frecuencia y profusión que antes del covid-19, pero también es cierto que los canales que ahora utilizamos, aunque eficientes, no reúnen las condiciones para que lo que se desarrolla por su medio sea un proceso plenamente humano.
La comunicación digital es fría, descarnada, a veces demasiado directa, carente de las inflexiones propias del discurso humano, que matiza, que da color a lo que decimos. Porque la comunicación entre las personas no solo está compuesta por palabras; es más, la riqueza de un encuentro discursivo entre dos seres humanos se lo dan los gestos, los silencios, las miradas, el tono de la voz, el grito o el susurro. Ninguna pantalla es capaz de recoger y trasmitir la alegría o el desasosiego que produce una conversación serena o tensa; la agilidad de unos dedos no puede copiar el ritmo de la pronunciación que emiten unos labios ni causar el efecto que se busca.
Encima, no falta el que nunca enciende la cámara y se esconde bajo una foto, bajo una imagen congelada en el tiempo y poco natural, o que, peor aún, solo coloca su nombre. A veces no se tiene incluso la certeza de que la persona esté al otro lado ni si nos está escuchando con atención o intentando sintonizar con lo que le decimos. A todos nos ha pasado que nos hayan dejado hablando, mientras el otro, por prisas, por agenda apretada o porque el tiempo de la sesión ha caducado, ha debido desconectarse. Porque hoy se habla no de conversar, no de platicar un asunto, sino de desconectarse. Y conectarse suena a enchufarse a la red eléctrica, a ser eslabón de una impersonal cadena. Y así nos vamos distanciando, así vamos perdiendo calidez, trato auténticamente humano.