Donald Trump llegó a la presidencia en 2017 como un “outsider” que reclamaba que el “establishment” de Washington le había fallado a la nación norteamericana; logró la candidatura del Partido Republicano y contra todo pronóstico venció en la carrera a la senadora Hillary Clinton.
A lo largo de su campaña electoral y luego en todo su periodo presidencial se dedicó a insultar y denigrar a todos aquellos que lo desafiaran: con ello tenía en foco lograr avivar la llama del nacionalismo de los supremacistas blancos que se sienten desplazados por las minorías que han logrado mayor influencia en una sociedad tan pluricultural.
En ese contexto los estadounidenses fueron a las urnas en noviembre de 2020 donde eligieron al candidato y ahora presidente electo Joe Biden; con ello no solamente se unieron a la propuesta política de los demócratas, sino que también dijeron no a la segregación y división impulsada por Trump.
Es así que el presidente saliente en lugar de despedirse como un líder respetado y honrado será recordado como el mandatario de la división, como el gobernante mal perdedor que alegó al cansancio un supuesto fraude que jamás pudo demostrar ante los jueces, y como el déspota que mandó a sus seguidores a saquear el edificio del Capitolio en un último intento de socavar la democracia y las instituciones.
Las grietas sociales y políticas que acentuó la presidencia del magnate son innegables, estas hacen que hoy mismo el liderazgo global de los Estados Unidos se encuentre en franco declive y con pérdida notoria de credibilidad. Dura tarea le espera a Joe Biden de volver a unir (si no es que es demasiado tarde) al imperio norteamericano que por hoy está dividido.