La metáfora sirve porque las personas, con lo que hacemos o decimos, cada día, cultivamos un campo, depositamos simientes y cosechamos frutos. Si sembramos alegría, cosechamos alegría; si sembramos amargura, amargura cosechamos. No podemos esperar que la gente a la que tratamos mal nos devuelva una sonrisa o que a quien damos de patadas nos responda con caricias. A veces nos lamentamos de la ingratitud de los demás, sin tomar en cuenta que hemos realizado muy pocas acciones que ameritan agradecimiento. Lo que pasa es que, por muy buena gente, por muy virtuosos, que seamos, necesitamos proponernos generar un clima agradable a nuestro alrededor y poner los medios para lograrlo. Y, justamente, uno de los medios a poner será el esfuerzo por ejercitar unos hábitos que faciliten y lubriquen la convivencia en la casa, en el trabajo y en la calle. Porque como todos pasamos buenas y malas noches y, con facilidad, cambiamos de humor, no podemos atenernos a la espontaneidad ni esperar a que la simpatía aparezca sin esfuerzo.
Entra aquí en juego aquel principio de la intencionalidad en la conformación y moldeado del carácter, que nos señala que hace falta ser exigido o trabajar la autoexigencia para llegar a ser mejores personas. Y esto no se aplica solo a los niños sino a todo individuo, no importa edad ni preparación intelectual.
Así que 2020, si nos proponemos, puede ser un año en el que cultivemos, en terreno fértil, unas excelentes relaciones interpersonales o, si no nos esforzamos porque así sea, un yermo estéril del que no obtendremos más que abrojos.