Ello indica que guardamos un nicho de admiración y respeto, no tanto para los famosos o poderosos, sino para aquellos que han estado cerca y que con su influencia y liderazgo han determinado en buena parte lo que somos.
Son los maestros que con esmero y dedicación -algunos casi con amor de un segundo padre o madre- nos tomaron de la mano para dibujar los primeros jeroglíficos de la vida, para contar dos manzanas más tres naranjas y pintar el paisaje místico que se va desvelando en la mente del infante.
Y así, la vida pasa y los años transcurren entre salones de clases que permiten al individuo formarse como profesional acompañado de tutores y mentores que cuales expertos alfareros dan forma y potencian las capacidades del ciudadano. Un reconocimiento especial a todos ellos: a quienes viajan largas distancias mal pagados, a quienes se sacrifican por poner cara de alegría ante los educandos cuando hay luchas internas que minan su ánimo de seguir adelante.
Es necesario que el Estado deje de invertir en bombas lacrimógenas y buques de guerra inoficiosos y se enfoque en libros y en propiciar un sistema educativo que realmente esté a la altura de los estándares internacionales de educación, solo haciéndolo así podremos disfrutar de los maravillosos legados que los maestros son capaces de dejar para las siguientes generaciones.