Con palabras sencillas, podemos definir la templanza como el hábito ético que nos ayuda a controlar nuestros apetitos sensibles, nuestros deseos y sentimientos. Todos los seres humanos tenemos inclinaciones afectivas, experimentamos emociones, se nos antojan cosas y, por lo mismo, necesitamos algo que nos permita evitar la exageración, los excesos, que, como todos sabemos, rompen el equilibrio virtuoso y nos llevan a abandonar la auténtica virtud y a entrar al nocivo terreno de los vicios. Me explico aún mejor: cuando la templanza no preside mis acciones, puedo excederme en ellas y convertir aquello que estoy haciendo en algo malo o bochornoso.
Ejemplo: si en lugar de ingerir una bebida espirituosa de forma moderada y disfrutar el lícito placer que causa acabo por emborracharme y, además de dar un espectáculo penoso, ocasiono un daño a mi organismo, es porque he transitado de la virtud al vicio y no he sabido ser templado.
La destemplanza es hoy muy común. Es destemplado el que en lugar de alimentarse se harta, el que compra lo que sinceramente no necesita o el que da rienda a sus impulsos más elementales en el ejercicio de su sexualidad y olvida elementos naturalmente indesligables de la conducta humana en esos campos, como el respeto o la ternura, aparte del marco legal y espiritual en que debe darse.
El cultivo de la templanza nos convierte en hombres y mujeres dueños de nosotros mismos; señores de nuestras emociones y apetitos. Un hombre y una mujer templados saben cuándo hay que decir un “hasta aquí”, cuándo hay que levantarse de la mesa o cuándo llegó el momento de tomarse el último trago. Un hombre y una mujer templados saben lo que es el autodominio y, por lo mismo, es más fácil convivir o trabajar con ellos.