¡Qué bello eres, príncipe de mis sueños! Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia, Dios te ha ungido con aceite de júbilo. A mirra, aloe y acacia huelen tus vestidos, desde los palacios de marfiles te deleitan las arpas. Te amo desde mi niñez. Descubrí tu amistad en mi juventud, me enamoré de tus evangelios y aprendí a soñar cada día con el momento de encontrarte en la eucaristía. Si alguna vez ha habido un idilio en la vida de un joven, ¡este lo fue! Para mí, la fe es enamorarse de ti, la vocación religiosa es sostener tu mirada y el cielo eres Tú. Orar es estar contigo y contemplar es verte.
Mi amor ha madurado con la vida. No tiene ahora la impetuosidad del primer encuentro, pero ha ganado en profundidad. He aprendido a callar en tu presencia, a saber que Tú estás en el andar de mis días y en el esperar de mis noches, contentándome con pronunciar tu nombre sagrado para sellar con fe la confianza mutua que tantos años juntos han creado entre nosotros. Te voy conociendo mejor y amando más, según vivo mi vida contigo en feliz compañía.
El amante sabe escoger palabras, acariciarlas, llenarlas de sentido y pronunciarlas con ternura. De ti he recibido estas palabras y a ti te las devuelvo reforzadas con mi devoción y mi amor. ¡Bendito seas para siempre, príncipe de mis sueños!”.