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Dura realidad

  • 13 marzo 2019 /

Hay muchos depredadores que, evidentemente, presentan algún tipo de desequilibrio mental que los convierte en individuos capaces de encontrar placer en el sufrimiento ajeno.

El pasado 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, dio, de nuevo, paso al debate sobre la dura realidad que enfrentan muchas mujeres, no importa la edad, que padecen violencia dentro del ámbito doméstico. Los casos de abuso dentro de las paredes, que deberían ser las más seguras para las niñas y las jóvenes, no dejan de sorprender y levantan una bandera roja para la sociedad en general, que no puede hacerse la desentendida ni volver a ver hacia otro sitio cuando sus integrantes más vulnerables padecen infiernos inimaginables.

Claro está que no es que la familia como institución social se haya pervertido, sino que hay núcleos patológicos que no funcionan como deberían o alguno de sus miembros padece algún trastorno psicosocial, lo cual lo lleva a manifestar conductas agresivas y violentas que lo conducen a aprovecharse de su fuerza y de su influencia psíquica o afectiva sobre su víctima hasta llegar al maltrato, al abuso sexual y hasta el crimen.

En situaciones como estas hay algunos elementos que es importante destacar. Como ya se dijo, hay muchos depredadores que, evidentemente, presentan algún tipo de desequilibrio mental que los convierte en individuos capaces de encontrar placer en el sufrimiento ajeno, no importa que sean hijas, hermanas, sobrinas, etc., que carecen de control racional y que se comportan como bestias en constante acecho. Hay también, sin duda, en toda esta triste situación un trasfondo de una cultura machista que se resiste a morir y que pervive de manera clara o disimulada en todos los estratos socioeconómicos y en todos los niveles culturales.

Abundan todavía hombres que ven en las mujeres personas a su servicio, una suerte de ser inferior que debe estar listo para satisfacer sus necesidades, estas de todo tipo. Tristemente, en una cadena ininterrumpida, hay también madres que trasmiten a sus hijas falta de conciencia de su dignidad y a sus hijos un sentido de superioridad que luego se convierte en la fuente de sufrimientos de otras mujeres y que empieza con maltrato hacia sus hermanas, luego con la novia y, más adelante, con la esposa y con las hijas. Esta misma actitud prepotente se lleva a los sitios de trabajo y a la vida social.

En el fondo es un tema de educación familiar y de una transmisión de antivalores en el seno del hogar, potenciada esta por un clima social que no termina de reconocer el idéntico valor de la persona humana, tanto en su ser masculino como femenino. También en el hogar debe ponérsele fin a este círculo vicioso que tanto dolor y muerte ha causado hasta ahora.