24/04/2024
12:27 AM

Cuentos y Leyendas: La casa de Francisco

Francisco Mendoza se recostó en su vieja silla mecedora. A su mente acudían miles de recuerdos. Prevalecían las cosas malas que había hecho en su vida y constantemente le pedía perdón a Dios por su mal comportamiento.

    solas escribía en un cuaderno algunas de las cosas que atormentaban su alma. Creía en el perdón de Dios: lo había aprendido en la iglesia católica a la que asistió de niño. Recordaba sus viejos amores, las mujeres que en él creyeron y a las que engañó o lo engañaron. Sus recuerdos hacían fila, unos desagradables y otros llenos de satisfacciones personales.

    Vivía con su esposa y una de sus hijas, que era madre soltera. Sus demás hijos habían abandonado el nido como las aves que crecen y se van volando; es lo que ocurre en todos los hogares. Su hija Dolores le había dado una hermosa nieta llamada Doris, niña bella, alegre e inteligente, que derrochaba cariño para todos, pero especialmente con el abuelo, al que amaba entrañablemente.

    Don Francisco vivía en el segundo piso de aquella vieja casa remodelada por sus hijos varones. Ahí tenía su televisor, sus tocadiscos y los discos de 33 revoluciones por minuto que eran su tesoro.

    Lo único que faltaba en el cuarto de Francisco era una extensión telefónica. Tenía que bajar las gradas para contestar las llamadas de los familiares y amistades.

    Mantenía la vieja costumbre de sentarse a comer en familia, dirigía la oración para agradecer por los alimentos y platicaba con su esposa y con su hija, pero la atención especial era con Doris, su nietecita. Ayudaba a levantar los platos y limpiar la mesa; era su rutina diaria. Se sentaba en un sillón de la sala para escuchar la radio, mientras jugaba con la niña. Una hora más tarde subía a su cuarto, se sentaba en la mecedora y comenzaba de nuevo a pedir perdón al creador por las cosas malas de su pasado.

    Una mañana, después del desayuno, mientras su esposa y su hija aseaban la cocina, se sintió mal y se recostó en el sofá. Al ver la palidez de su rostro, la niña corrió donde su madre y gritó:

    -¡Mamá, mamá! Abuelito se está poniendo mal. Venga, abuela, corran que algo le pasa.

    Las mujeres corrieron asustadas y vieron al viejo acostado en el sofá: estaba sonriendo, pero ya estaba muerto.

    De inmediato llamaron a un médico y doña Vilma, que así se llamaba la esposa, avisó a todos sus hijos de lo que le había ocurrido a don Francisco. Había muerto repentinamente de un ataque al corazón.

    Al entierro de don Paco, a quien así llamaban cariñosamente, acudieron decenas de amigos y parientes.

    -Caramba, cómo ha pasado el tiempo -dijo la viuda de don Paco-. Hoy vamos a celebrar la misa de nueve meses. Cómo me hace falta mi esposo.

    La niña había cumplido ocho años de edad y era la única en aquella casa que no hablaba del abuelo. La mamá había notado que la pequeña se sentía tranquila a pesar de haber perdido a su abuelito, aquel ser que tanto amaba.

    Una tarde, la señora le preguntó con amabilidad a su hija:

    -Doris, sé cómo querías a mi papá. él te adoraba, pero hay algo que me llama la atención.

    -¿Qué cosa, mamá? -preguntó la niña.

    -Es que no te he visto tan triste como nosotras.

    La respuesta de la pequeña dejó sorprendida a la mamá.

    -Pero ¿por qué voy a llorar por mi abuelo si él siempre está aquí conmigo?

    La joven madre se impresionó notablemente por aquella revelación de su hija y juró no decirle nada a su mamá. A raíz de la muerte de don Paco, ella y su niña se habían trasladado a dormir con doña Vilma, platicaban y rezaban antes de acostarse. Una noche, Dolores, que así se llamaba la joven madre, escuchó pasos que bajaban del cuarto de don Paco. De inmediato sintió miedo y un escalofrío en su cuerpo, mucho miedo. De repente se dio cuenta de una cosa: la niña no estaba en la cama. Apesar del terror que se había apoderado de ella, se levantó sigilosamente para no despertar a doña Vilma, abrió la puerta del dormitorio y escuchó murmullos en la sala.

    Lo que vio la dejó petrificada. Ahí estaba su difunto padre con la niña sentada sobre sus rodillas, le acariciaba los cabellos y sonreía.

    -Ésta es la última vez que nos vamos a ver, mi niña. Abuelito tiene que hacer un viaje largo, muy largo. Este cuaderno se lo entrega a su mamá. Dígale que después de leerlo lo queme, que no le cuente a nadie de lo que lea. Dígale que ore durante diez días por mí. Ah… y desde el cielo la voy a cuidar mucho.

    -Sí, abuelito -contestó la niña-. Yo sé que, aunque no lo voy a ver más, usted me estará cuidando. Déjeme darle un besito.

    Cecilia quedó como en éxtasis al ver cómo su hija se despedía del abuelo; luego regresó a su cama y se hizo la dormida.

    Por la mañana, ya a escondidas de la abuela, Doris le entregó el cuaderno a su mamá y le dijo lo que el abuelo le había indicado. Se despidió de la abuela y se fue a la escuela.

    -Mamá -le dijo a doña Vilma-, voy asear el cuarto de papá.

    Subió por las gradas, se sentó en la vieja silla mecedora de don Francisco y comenzó a llorar mientras leía el cuaderno. Cuando bajó del cuarto iba transformada y una sensación de paz invadió su ser. A escondidas metió el cuaderno entre las brasas del fogón y lo quemó y mientras las lágrimas rodaban por su rostro dijo:

    -Que esté en paz, papá. Dios ya lo perdonó. Bendito sea Dios.