quella noble familia vivía en Campo Rojo, Olanchito. Todos trabajaban con entusiasmo y por la tarde se reunían en el corredor de la casa cuando una suave brisa soplaba y refrescaba el ambiente.
-Hoy nos fue bien -dijo el hombre de la casa-. Dejamos terminado el trabajo con mis hijos y mañana vamos a reforzar el cerco en una parte donde los postes están flojos. Este año sí vamos a tener elotes para hacer tamales, tamalitos con frijoles, tortillas frescas y todo lo que ustedes saben hacer con el maíz.
Las mujeres se rieron y les dieron un aplauso a los hombres.
Cuando los hombres templaban el alambre de púas y reforzaban los postes pasó por el camino una hermosa mujer llamada Digna. Sabía que todos los hombres la admiraban y al pasar agitó su mano derecha diciéndoles adiós. No le bastó el gesto, sino que se quedó parada.
-Los felicito. Ustedes sí son de trabajo. Bajen que les voy a regalar de unas empanadas que hice.
Los hombres bajaron presurosos.
-A ver -dijo la mujer-. ¿Cuántos son ustedes? Son cinco. Muy bien, aquí tienen.
-Le agradecemos mucho, doña Digna -dijo el viejo-. No se hubiera molestado.
Con la coquetería que la caracterizaba y mostrando un atrevido escote se aproximó al cerco y casi en un susurro le dijo:
-A ver, ¿cuándo nos vemos a solas, don Ernesto?
Cuando bajaban de la montaña, uno de los hijos le preguntó:
-¿Qué le dijo esa mujer en secreto, papá?
El viejo tenía las respuestas en la punta de la lengua y manifestó:
-Me dijo que todos mis hijos eran guapos.
-Mmmmm -dijo Carlos, el menor-. Esa doña casi lo anda enseñando todo. Por lo menos hace ricas las empanadas. Ja, ja, ja.
Todos se rieron y el mayor de los muchachos, Efraín, dijo:
-Con una mujer de esas cualquiera se compromete. Además, cualquiera que se meta a vivir con ella va a tener que dormir como los conejos. Ja, ja.
Nadie sabe lo que le depara el destino. Don Ernesto arriaba unas vacas cuando en el camino encontró a Digna y ella se hizo a un lado.
-Bájese del caballo, Ernesto. Platiquemos un momentito.
El hombre se bajó del caballo y al acercarse a Digna sintió su agradable perfume, vio sus hermosos ojos y su boca tentadora. Sin decirle una sola palabra la tomó entre sus brazos y la besó.
-Aquí no -dijo ella-. Te espero en la casa en una hora.
Don Ernesto dejó amarrado su caballo y, cruzando cercos para no ser visto por nadie, llegó a la casa de la exuberante mujer.
A los siete días de mantener aquellas relaciones, don Ernesto reflexionó y habló con Digna:
-Vos sabes que tengo una familia bonita y no me gustaría tener problemas. Esta será la última vez que nos vamos a ver.
La mujer sintió el impacto de aquellas palabras, trató de disimular y le dijo:
-Esté bien, Ernesto. Ojalá no te vayas a arrepentir de lo que hoy estás haciendo conmigo.
El hombre se despidió como acostumbraba hacerlo: le dio el último beso en la boca.
-Ojalá te vaya bien en la vida con otro hombre.
Esa misma noche, Digna encendió siete velas negras y dos rojas, sacó un muñeco de cera, le envolvió cintas de varios colores y clavó varios alfileres en él. Al siguiente día comenzó a pasar por la casa de la familia de Ernesto, los muchachos le decían adiós y doña Manuela comentó:
-A esa mujer le ha agarrado una pasadera por aquí. ¿Tienen algo que ver ustedes con ella? No me la hace buena. Además, los del pueblo dicen que es bruja y por eso vive sola.
Una noche, Ernesto se quejaba de un gran dolor en el pecho y se levantó a buscar una pastilla. Al día siguiente sucedió lo mismo hasta que llegó un momento en que ya no se pudo levantar.
El hombre llevaba un gran cargo de conciencia y le contó la verdad a su mujer.
-Ay, Ernesto -dijo la doña-, mejor te hubieras fijado en cualquier mujer, menos en esa, pero juro que si algún día nos hace daño, la vamos a buscar para matarla.
Las cosechas de la familia, a pesar del buen invierno, se secaron. Todos estaban enfermos. Una noche, doña Manuela reunió a sus hijos y les contó lo sucedido.
-Es esa mujer, hijos míos. Nos está haciendo brujería, pero ya le dije a Ernesto que si continúa empeñada en destrozarnos, primero la vamos a destrozar a ella.
Mientras todos dormían, la silueta de una mujer fue vista rondando la casa. Llevaba un galón lleno de gasolina que regó hasta agotar el contenido y luego encendió un fósforo.
El incendio comenzó de inmediato y no se salvó ningún miembro de la familia. Todos se carbonizaron. Cuentan que Digna, al siguiente día, se fue a Tegucigalpa.
Un año más tarde, Digna había prosperado en Tegucigalpa. Era dueña de una pulpería y vivía sola.
Una tarde llegaron tres mujeres a comprar; luego cinco hombres y cerraron la puerta.
-Hola, Digna -dijo doña Manuela-, venimos a cumplir una promesa. Vas a pagar muy caro lo que hiciste.
Los gritos de la mujer no fueron escuchados. Fue torturada y finalmente la quemaron viva. Las autoridades encontraron una masa sanguinolenta quemada sobre una cama.
Lo más extraño de todo esto es que varias personas que conocieron a la familia de don Ernesto los han visto a todos en la capital en el mercado, en la calle y en otros lugares.
Algunos aseguran haber platicado con doña Mañuela. Es probable que esas almas andan penando y se dejan ver de la gente de Campo Rojo, Olanchito.