16/04/2024
12:06 AM

Enterrado vivo

Ocurrió algo muy extraño: podía respirar sin dificultad a pesar de estar sepultado.

    Diego del Carmen abrazó desde niño la religión católica, motivado por su madre doña Estela. Todos los días lo llevaba a la iglesia de la Virgen Inmaculada Concepción y por las noches le rezaba una novena a cualquiera de los santos de su devoción, aunque era fiel devota de las ánimas benditas.

    Creció, pues, el niño muy rezador y de adulto se convirtió en devoto del ánima sola, una figura que aparece encadenada en las estampas que venden en librerías y mercados. Antes de dormirse le encendía una vela todas las noches al ánima sola tal como le había enseñado su difunta madre.
    Contrajo nupcias con Patricia Cervantes en la iglesia del Calvario. Nacieron cinco hijos: dos mujeres y tres varones.

    Diego era agente vendedor de uno de los almacenes más fuertes de los años 50, viajaba por todo el país y con su modesto salario logró educar a todos sus hijos. Las dos mujeres estudiaron Medicina, uno de los varones se hizo abogado, otro ingeniero y el último puso un taller de mecánica; nunca fue bueno en los estudios, pero tenía gran inteligencia para reparar automóviles.

    A sus 75 años de edad, Diego se sentía cansado. A pesar de los años transcurridos seguía con su fe en el ánima sola.

    Una mañana, su esposa Patricia amaneció enferma, con tos persistente. Casi no podía hablar y mucho menos levantarse. Las dos hijas doctoras se dieron cuenta de que su mamá tenía una pulmonía terrible. Fue atendida inmediatamente. A pesar de los medicamentos y las atenciones, Dios había decidido otra cosa. La señora falleció a las seis de la tarde.

    Una mañana, mientras el viejo Diego regaba las plantas del jardín sintió una opresión en el pecho, se llevó las manos al corazón, se recostó en un árbol y tomó aire. Fue sintiéndose mejor.

    A ninguno de sus hijos y mucho menos a las doctoras les dijo nada; siguió regando las plantas y entró en la casa. Le pidió a la trabajadora que le sirviera una taza de café y se tranquilizó. Al llegar la noche se despidió de sus hijos y se fue a la cama, pero antes encendió la candela que dedicaba todas las noches al ánima sola. Dijo sus oraciones, dejó lustrados los zapatos; los colocó debajo de la cama, se acostó y se durmió.

    Su vida transcurría con sus amigos y la gente que lo conocía.

    Al siguiente día, todo era normal. Sus hijos varones que vivían con él se habían ido a sus trabajos. Miró el reloj: las agujas marcaban las ocho de la mañana. Se arregló bien después del desayuno y se fue al parque central de la ciudad capital, donde se encontraba con sus viejos amigos y compañeros de la escuela.

    Así pasaba la vida don Diego, querido por su familia, por sus amigos y la gente que bien lo conocía. Los fines de semana se reunían todos en casa: las doctoras, el ingeniero, el mecánico y el abogado tenían la costumbre de estar con sus pequeños hijos y don Diego. Aquel fin de semana hicieron una barbacoa y mientras don Diego movía las brasas en la parrilla tuvo un desmayo. De inmediato lo llevaron a la cama y pocos minutos después sus hijas lo declararon muerto.

    La noticia de la muerte de don Diego corrió como el viento. Vecinos y amigos acudieron a la funeraria donde se llevaría a cabo la vela y luego a su entierro en el cementerio general de Comayagüela.

    Curiosamente, una nietecita del difunto llamada Clelia, de apenas ocho años de edad, les dijo a sus papás:

    —El abuelo no está muerto. Papá, no lo entierren.

    Sus palabras fueron tomadas como de una niña que amaba entrañablemente al abuelo y al verlo en el ataúd le daba la impresión de que estaba vivo.

    Decenas de personas que acudieron al velorio resaltaron las bondades del difunto don Diego. Así pasó la noche y llegó el siguiente día. Se habían hecho los arreglos para el sepelio y aproximadamente a las diez de la mañana partieron con el supuesto cadáver al cementerio.

    Al echar la última palada de tierra, el llanto de sus hijos fue tremendo. No quedó nadie en el cementerio. Cuando todos se habían ido, el muerto despertó dentro del ataúd. Don Diego, al ver que estaba enterrado vivo, según contó él mismo, solo pudo decir:

    —¡Ánimas benditas del purgatorio, ayúdenme!

    Ocurrió algo muy extraño: podía respirar sin dificultad a pesar de estar sepultado. Sintió que alguien sacaba la tierra, cuando lo sacaron de la fosa y una mano invisible abrió la tapa del ataúd.

    De inmediato se dio cuenta de que estaba sano y salvo dentro del camposanto.

    Para no alarmar a sus familiares pidió prestado un teléfono. Nadie podría sospechar que aquel hombre acababa de salir de su tumba. Su hija Mercedes dijo:
    —Cuando escuché la voz de mi papá por teléfono casi me desmayo. Él comenzó a explicármelo todo. Quedé petrificada. Aun así, con mis dudas le comuniqué a mis hermanos. Todos estaban asustados. Nos fuimos al parque Ferrera, como él había dicho. Ahí lo encontramos con el saco del traje entre las piernas, platicando con unos niños. No podíamos creerlo: allí estaba papá vivito y coleando; fue algo impresionante.

    Aquel suceso no escapó a la prensa. Se dio a conocer la noticia y se dijo que posiblemente unos ladrones lo habían sacado de la tumba para robarle y que con esa mala acción de los delincuentes le habían salvado la vida. Don Diego contó su historia. Aseguró que no hubo tales ladrones. Dijo que fue un milagro, que las ánimas benditas del purgatorio lo habían ayudado.
    —Lo que sí sé es que estuve enterrado vivo —afirmó.