19/04/2024
06:24 AM

El engaño

Lo extraño de todo esto es que los que supuestamente se llevaron al hijo de Angélica jamás pidieron rescate.

    Angélica salió corriendo de su casa gritándole a los vecinos: “¡Mi hijo, se han llevado a mi hijo!”... inmediatamente los vecinos de aquel barrio de Catacamas salieron a la calle para saber lo que estaba ocurriendo, la mujer no dejaba de hablar pidiendo ayuda para encontrar a su pequeño de ocho años de edad. “Solo fui a la pulpería, él estaba dormido en su cama y al regresar no lo encontré”, lo busqué por toda la casa, en el solar y nada, creo que alguien se lo llevó”.

    La Policía pronto se vio involucrada en la búsqueda del niño; se viajó a los lugares vecinos, se dio aviso a Juticalpa y Tegucigalpa y se montaron operativos ante un posible secuestro.

    Durante un mes civiles y militares pusieron todos sus esfuerzos y conocimientos para dar con el paradero del pequeño Juan Antonio, y toda búsqueda resultó inútil.

    La mujer apareció en los diferentes medios de comunicación solicitando ayuda, y poco a poco el caso se fue olvidando, ella siempre hablaba que lo soñaba con vida, aunque una gran mayoría pensaba que seguramente sus secuestradores lo habían asesinado. Lo extraño de todo esto es que los que supuestamente se llevaron al hijo de Angélica jamás pidieron rescate y nunca se comunicaron para indicar qué era lo que querían. Pasaron tres, cuatro... seis meses y nunca se supo nada de Juan Antonio.

    El papá del niño había abandonado a Angélica cuando se dio cuenta que ella lo engañaba con uno de sus amigos; se fue de la ciudad diciéndole a sus amistades que era lo mejor para no dejar huérfano al niño. Un hombre llamado Froylán apareció en la vida de Angélica, ella ya lo conocía como empleado de una oficina, durante la búsqueda del niño se hicieron amigos y luego aquella amistad se fue estrechando hasta convertirse en una relación formal.

    Los amigos de Froylán le contaron la historia del engaño con su antiguo compañero de hogar, el solo sonreía y decía: “Nadie sabe los tratos que ese hombre le daba, posiblemente se haya dado cuenta de la desaparición de su hijo y aquí nunca se asomó”. Froylán se trasladó a vivir a la casa de Angélica haciendo vida marital con ella sin hacer caso a las críticas, las que al final cesaron.

    El era perito mercantil y trabajaba en una agencia agropecuaria con mucho éxito. A veces llevaba parte de su trabajo a la casa y trabajaba hasta altas horas de la noche. Era un día viernes, Angélica se fue a la cama mientras su compañero terminaba un trabajo urgente; mientras sumaba unas cantidades escuchó ruidos y cuando volteó a ver hacia la cocina le pareció que un niño había pasado corriendo... “mmmmmmm debo de estar muy cansado, mejor dejo este trabajo para mañana”. Froylán no le contó nada a su mujer de lo que le pareció haber visto, salía con ella, la llevaba a cenar, al cine, y se divertían mucho. Una noche llena de estrellas él le propuso: “Amor, por qué no sacamos unas sillas al solar?, la noche está bonita y me gustaría contemplar las estrellas, a lo mejor pasa una estrella fugaz y pedimos un deseo”. “Me siento cansada”, respondió Angélica, “podes ir solo y te espero en la cama...” El procedió a sacar una silla, la colocó cerca del jardín del patio y se puso a ver hacia el cielo, estaba extasiado, pensando en las maravillas creadas por Dios cuando vio una luz verde que brillaba intensamente al pie de un árbol de mango, se levantó de la silla y sin sentir miedo se fue acercando a la luz. Froylán había sido criado por su abuela, quien tenía conocimientos de cosas ocultas, él la había acompañado en varias ocasiones a enfrentar espíritus del más allá, así que al ver la luz le habló con aplomo: “Sé que no eres de esta vida, ¿qué pena te atormenta?

    ¿Puedes decirme tu nombre?” Las ramas de los árboles crujieron y en el vecindario se alborotaron las gallinas cuando se escuchó la voz de un niño: “Soy Juan Antonio, el hijo de Angélica, ella me mató porque decía que yo era una carga, y además porque odiaba a mi papá que la encontró con otro hombre, mi cuerpo está enterrado aquí... quiero descansar en el cementerio”.

    Al siguiente día, y sin decirle nada a su mujer, Froylán fue en busca de la policía, le entregaron a Angélica una piocha y una pala obligándola a escarbar al pie del árbol de mango, la operación la hicieron al caer la tarde, ya oscurecía cuando apareció el cadáver, o lo que quedaba de aquel niño llamado Juan Antonio, la policía hizo uso de linternas de mano mientras la mujer seguía desenterrando el cadáver del hijo que había asesinado.

    Pero sucedió algo que horrorizó e hizo correr a los ahí presentes, el esqueleto se levantó, las huesudas manos agarraron el cuello de la mujer y comenzaron a apretar.

    Los policías y algunos curiosos que habían llegado abandonaron el lugar precipitadamente dando gritos de terror. Froylán fue el único que quedó al pie del árbol donde la mujer había abierto la improvisada fosa; ella quedó muerta en el mismo lugar, mientras el esqueleto del niño quedó afuera. El hombre colocó los huesos en un costal y esa misma noche los sepultó en el cementerio, y cuentan que al siguiente día cuando el hombre abandonó la casa, solo quedaban los huesos de la mujer y parte de sus cabellos. Unos gusanos negros la habían devorado.

    Esta macabra historia se contó por mucho tiempo en Olancho, como un ejemplo para las madres que en vez de amar sienten odio por sus hijos.