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Una vida bien lograda

  • 25 octubre 2020 /

    Aunque es una aspiración común a todos los seres humanos, la trascendencia en el tiempo no siempre es posible. Es decir, hay personas, la mayoría, que llevan una existencia anodina y que, a su paso por esta vida, dejan una huella que rápido desaparece o que resulta imperceptible a los demás. Otras, sin embargo, aunque no sea ese su propósito, dejan una estela luminosa que perdura, que mueve, que inspira.

    Este es el caso de la recién fallecida sor María Rosa. Una monja católica, como tantas otras, que, en un momento de su vida, decidió libremente renunciar a los amores humanos y entregar su vida a Dios y a sus hermanos los hombres. Porque, además, entendió que la mejor manera de optar por el seguimiento de Jesucristo era entregándose al servicio de esos diversos rostros que hacen presente a Dios en la Tierra: los pobres, los huérfanos, los marginados, los necesitados.

    Cuando esta mujer de nuestra costa norte profesó los consejos evangélicos: pobreza, castidad y obediencia, hizo una opción definitiva por tener nada como propio, por tener como esposo solo a Jesucristo y por rendir su voluntad a la voluntad divina.

    Ese no tener nada como propio le permitió vivir, siempre, una libertad radical. Sin nada que la atara al mundo y a sus mezquinos intereses, se dedicó a sacar adelante a miles de niños y niñas que de otra manera difícilmente habrían podido alcanzar las metas a las que llegaron.

    Como decía ella, llena de sano orgullo, llegó a tener hijos de todas las profesiones, hombres y mujeres que habrían corrido quién sabe qué suerte de no haberse cruzado en sus vidas con sor María Rosa.

    Los que la conocieron y trataron supieron cómo en una persona se fundían fortaleza y dulcedumbre. Porque, no obstante, su trato amable, sabía actuar con firmeza, tomar decisiones, defender sus convicciones, sacar adelante proyectos que, a primera vista, podrían parecer imposibles de ejecutar. Luego de fundar la Sociedad Amigos de los Niños, con la que trajo a Honduras las Aldeas SOS, y, después de dejar este proyecto totalmente consolidado, fundó otra entidad, la Fundación María Rosa, con la que continuó su labor de redención de la niñez desprotegida. Noventa y tres años bien vividos, bien logrados, llenos de frutos, sin buscar protagonismo, sin esperar aplausos, actuando siempre de cara a Dios y nunca a la galería humana. Así fue su vida, una vida, definitivamente, bien lograda.