A la hora de comer será “el llanto y el rechinar de dientes”, según la expresión bíblica, porque alcanzará para menos y somos muchos más que hace treinta años. La producción de alimentos ha ido disminuyendo y la importación de los granos es un golpe no solo en las reservas internacionales, sino en la cada vez menos disponibilidad de quienes, la mayoría, esperan el maíz, los frijoles o el arroz en la mesa diaria.
Agricultores y campesinos han dejado de mirar el horizonte o informarse en el ancestral calendario para conocer los ciclos de la luna y la llegada de la temporada lluviosa. Ahora hasta pasa del lenguaje aquello de El Niño o La Niña y todo trata de ser explicado con la retórica apelación al cambio climático, causante de todas las desgracias como si los fenómenos naturales no estuviesen propiciados e, incluso, generados por la estupidez y ceguera de los humanos.
La oportunidad de prevención ya pasó y ahora lo que hay que aprovechar son las condiciones positivas para la mitigación de los daños, pues de no hacerlo la carrera hacia el precipicio adquirirá mayor velocidad. Lo advierten organismos internacionales al considerar la situación económica, política y social de Centroamérica como “compleja y muy endeble”.
Si hace unos días señalábamos en esta misma columna a los responsables principales de la escasez de agua en las zonas urbanas, el campo también es víctima de políticas cortoplacistas más destinadas al aplauso y al voto que a la solución de los graves problemas en el área rural.
Aquello de volver al campo no tuvo cabida en la cacareada estrategia de reducción de la pobreza y sus millones de la condonación ni en el casi vacío pregón de las bondades de la tecnología que ayuda a mejorar la producción y productividad, pero la falta de regadíos, el inalcanzable financiamiento, la migración masiva y los impuestos dinamitan cualquier sueño e ilusión de sembrar, cultivar, cosechar y llegar al mercado. Un tercio es un tercio, pero un casi setenta por ciento suena a desastre y tragedia.