Ocupar una curul en el soberano Congreso Nacional de la república es un verdadero honor. Se supone que están ahí aquellos que representan el sentir y el pensar del pueblo hondureño. Cada diputado es portador de la voz de miles de ciudadanos que han depositado su confianza en él para que vele por sus intereses y defienda sus derechos. Por lo mismo, los hombres y mujeres que se han ganado en las urnas un sitio en el hemiciclo deben sentir el peso de la nación sobre sus hombros y comportarse en consecuencia.
Penosamente, algunas de las escenas que contemplamos, con perplejidad y desencanto, en las semanas anteriores nos llegó a hacer pensar que ciertos congresistas no habían entendido la naturaleza de su cometido ni captado, en toda su dimensión, la responsabilidad que les obligaba.
Asimismo, este Congreso, en concreto, debido a la correlación de fuerzas que se dan en él, tiene la enorme oportunidad de jugar ese papel de pesos y contrapesos entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, tan propio de una verdadera democracia; pero eso solo es posible si se actúa con seriedad y no se cae en el sectarismo infantil o en la provocación inmadura e irresponsable.
Por ahora se trabaja en un tema del que depende no solo la vida democrática de Honduras, sino la convivencia pacífica misma. Es necesario definir una ruta electoral diáfana que acabe con la desconfianza en los resultados y evite todo tipo de dudas y suspicacias. Los hondureños queremos un proceso limpio, transparente, suficientemente vigilado y auditado que nos permita elevar al solio presidencial y a los demás cargos de elección a hombres o mujeres que sean aceptados y reconocidos por todos, aunque no hayan sido aquellos por los que nos decantamos personalmente en las urnas.
Esa es la sagrada tarea que hoy los diputados tienen entre manos. El pueblo entero los observa, no lo defrauden.