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Cuando la ambición rompe el saco

  • 16 febrero 2019 /

Las leyes norteamericanas son terminantes.

    San Pedro Sula, Honduras

    No es difícil imaginar el proceso vivido por cada uno de los hondureños requeridos, recientemente, o hace ya algún tiempo, por la justicia estadounidense, acusados de introducir drogas en ese país o de haber participado en transacciones ilícitas con compañías relacionadas con los Estados Unidos dentro o fuera de su territorio.

    Las leyes norteamericanas son terminantes: ninguna empresa estadounidense, con operaciones en cualquier parte del mundo, ni ninguna empresa extranjera con operaciones en cualquiera de sus estados o territorios puede irrespetar el código de ética establecido para hacer negocios en y con ese país. Y ese código de ética tiene que ver con los conflictos de intereses, el ofrecimiento o aceptación de regalos de cierto calibre en adelante, el daño a la salud pública, etc., etc., etc.

    No pensaron en eso aquellos que se dejaron corromper o corrompieron a otros a cambio de cientos, miles o millones de dólares. Y es que en la ambición por la posesión de bienes materiales la naturaleza humana no conoce límites. Un campesino nuestro que posee unas cuantas manzanas de tierra, algunas cabezas de ganado, uno o dos carros de trabajo, y descubre la posibilidad de multiplicar sus propiedades, de agregar una piscina al patio de su casa, a darse lujos nunca antes imaginados: caballos purasangre, ropa cara, sombreros importados, etc., si no cuenta con sólidos resortes morales, tan escasos hoy en día, acepta todo tipo de propuestas indecentes.

    Lo malo es que, en los días que corren, esos placeres duran bastante poco; unos cuantos años de placeres inimaginados para pasar luego décadas, o la vida entera restante, en una cárcel de máxima seguridad, sin mencionar la vergüenza pública propia y de toda la familia.

    En Honduras, además, la ambición ha roto el saco de familias enteras: padres, hermanos, hijos, tíos, primos, yernos y cuñados. De repente comenzaron a levantarse mansiones de fábula en aldeas remotas, a abundar las camionetas blindadas, a proliferar sitios de diversión en sitios en lo que jamás los hubo, a fluir el dinero como nunca antes. Los vecinos hablaban, en voz baja, clara, de “lavanderías” y blanqueo de capitales, pero nadie se atrevía a denunciar, por miedo o por interés. Es más, en algunas ciudades del país los comerciantes y los dueños de otros negocios se han quejado de cómo han bajado las ventas desde que se llevaron a don fulano o doña mengana.

    Como señala la sabiduría popular, la ambición había roto el saco, y del saco roto salieron pasajes gratuitos a Miami o a Nueva York, grilletes electrónicos y celdas desconocidas. Ojalá que todos tomemos lecciones y entendamos que, como también decían los abuelos, es mejor ser pobre pero honrado.