24/04/2024
11:51 PM

Cosechando tempestades

San Pedro Sula, Honduras.

Cuando leemos los diarios, escuchamos o vemos las noticias, y nos enteramos de que los promedios de edad de los autores de algunos delitos atroces no llegan ni a los veinticinco años, no podemos menos que preguntarnos qué tuvo que haber pasado durante la infancia de un muchacho para que sea capaz de autodestruirse y de destruir la vida de otras personas: ¿Qué sucedió en el hogar en el que creció, qué vio, que escuchó, qué valores le fueron ahí transmitidos, qué papel jugaron el padre o la madre en la definición de una personalidad violenta, en qué contexto social creció?

No puede uno dejar de pensar en la enorme cantidad de niños y niñas que desde hace un par de décadas han crecido sin la presencia física de sus padres, que a causa de la emigración por razones económicas son criados por una abuela, cualquier pariente o una vecina.

En la mayoría de estos casos la presencia de los padres se hace efectiva por medio de una remesa o, si acaso, alguna llamada telefónica.

Los niños crecen sin una figura clara de autoridad, sin verdaderos referentes afectivos, sin una auténtica transmisión de valores. Y así es difícil madurar adecuadamente.

Luego están los que viven con padres “invisibles”, huérfanos de padres vivos. Los hijos e hijas de los que trabajan todo el día y nunca tiene tiempo para ellos, los que solo llegan a la casa a comer y a dormir y son incapaces de crear un ambiente cálido, un clima de confianza y de acogida.

Estos, los “invisibles” no tiene idea de lo que ven sus hijos en la televisión o en el Internet, quiénes son sus amigos, donde van cada vez que salen. También están los que le hacen ver a sus hijos que lo más importante es tener dinero, no importa la manera cómo se obtenga, y con el cual poder comprar cosas. Y para esto no hace falta ningún discurso, basta el mal ejemplo.

Y, por supuesto, están los alcohólicos, los drogadictos, los maltratadores, los promiscuos, los irresponsables, los que nunca se han planteado el sentido de la paternidad, ni las razones por las que uno decide traer hijos al mundo; porque, qué doloroso, el mismo acto procreador ha sido no uno inteligente y producto del amor sino bestial, animal, llevado a cabo con el único propósito de satisfacer un impulso natural en el peor sentido del término.

Estando así las cosas, no hemos hecho más que sembrar vientos, y ahora nos está tocando lo que lógicamente continúa: cosechar tempestades.