16/04/2024
11:46 AM

Una imagen provocadora

Entre mis “tesoros de familia”, esos objetos que han ido pasando de mano en mano y de generación en generación, tengo un pequeño crucifijo, muy probablemente de factura guatemalteca, con el que me topo con frecuencia porque mi esposa y yo lo hemos colocado en el comedor de nuestra casa. Ya en una foto de 1915 aparece presidiendo un altar colocado ante el cadáver amortajado de uno de mis tíos abuelos, por lo que, con certeza, puedo afirmar que es más que centenario. Cuando pasó a mis manos estaba bastante deteriorado: le faltaban un par de dedos, había perdido un “resplandor”, que en la citada foto ostentaba sobre su cabeza, y también se la había desprendido parte de la pintura o recubrimiento original. Durante algunos años no quisimos restaurarlo porque pensábamos que su estado manifestaba su antigüedad y porque era otra forma de mostrar el maltrato al que había sido sometido aquel Hombre (que también es Dios) y que fue el primer modelo de los millones de crucifijos que se han fabricado en los últimos dos mil años de la historia de la humanidad.En estos tiempos de hedonismo a tope, en los que se huye por todos los medios del dolor, de la autoexigencia y de la que viene de fuera, del sufrimiento más nimio y de todo tipo de sacrificio, la imagen del crucificado es una auténtica provocación. Tal vez por eso hay hoy quienes evitan pensar en el origen y sentido de la Pasión y se procuran tantas formas de evasión. La verdad es que para el que ve la Semana Santa como la ocasión para el exceso y el desenfreno, el crucifijo resulta incómodo, inadecuado o, por lo menos, testimonio de tiempos idos y totalmente superados. Mi crucifijo, el que mis ancestros habrán contemplado, igual que yo, tantas veces, tiene el poder de recordarnos la vigencia del sacrificio redentor que en estas fechas cobra un significado especialísimo y, por lo mismo, tiene una importancia muy peculiar.

El año pasado pusimos mi crucifijo en manos de un artista, don Tulio Velásquez, hijo del inmortal primitivista don José Antonio Velásquez. Después de un par de semanas tuve el enorme gusto de verlo totalmente restaurado. Es una pieza de gran valor sentimental, pero también artística. Se ve que don Tulio hizo un trabajo con enorme cariño y que estaba consciente de que lo que tenía entre sus manos no era un objeto ornamental, sino un testimonio de fe. No olvido lo que me dijo cuando me lo devolvió: “Mientras trabajaba en él hacía oración”. ¿Cuántos harán oración ante un crucificado esta Semana Santa?