Y, lo peor, o lo mejor, según el ángulo desde el que se mire, es que la formación ética de las personas no es algo que se aprenda en los libros. Me aclaro, los libros ayudan y los hay muy buenos sobre estos asuntos; nos permiten sistematizar y dar coherencia al pensamiento ético, pero, los valores, no se adquieren memorizando definiciones sino por una especie de ósmosis que comienza, de manera natural e intuitiva, en casa, y toma cuerpo con las experiencias de vida, los estudios y la convivencia con otras personas.
De ahí que, con la teledocencia y el teleaprendizaje, la pandemia ha puesto ante nosotros un reto imponente: transmitir valores, formar en humanidad, desde las pantallas. Porque, los educadores tendremos que ser muy creativos para generar la cercanía que se necesita para, por lo menos, simular, en el buen sentido del término, el calor que se produce cuando dos seres humanos se comunican y que es lo que genera, por un lado, ejemplaridad, y, por el otro, emulación, imitación, de la conducta ética.
Por lo anterior, aunque la virtualidad ha llegado para quedarse y es un recurso educativo con posibilidades infinitas, se ha abierto una brecha que habrá que cerrar en cuanto se pueda.
Porque el trato cálido, las miradas cómplices, la corriente de sano afecto indispensable para el aprendizaje, no puede darse a través de una pantalla. Porque la transmisión de valores exige cercanía física, coincidencia en tiempos y espacios compartidos; exige la convivencia amable de la cotidianidad.